DERECHO PÚBLICO Y PRIVADO, SUSTANCIAL Y PROCESAL
Mas allá de mi especialidad académica -profesor de derecho societario y cambiario- en el ejercicio de la profesión y en la reflexión sobre los problemas axiológicos, lógicos y prácticos que plantea me he planteado interrogantes y arribé a conclusiones (provisorias y sujetas a refutación).
viernes, 8 de julio de 2016
martes, 14 de octubre de 2014
CÓDIGO CIVIL Y COMERCIAL. LEY 26.994
Opiniones sobre el Código Civil Unificado
I. INTRODUCCIÓN
1.
El Poder Ejecutivo presentó en sociedad –y consiguió la aprobación legislativa-
de un proyecto de reforma del Código Civil y unificación con el Código de
Comercio. Fue promulgado, publicado y registrado bajo el número de ley 26.994, y en trabajos inéditos hice saber mis reparos.
Aunque el reciente Código
Civil y Comercial, por las normas transitorias que contiene[1] deja en
suspenso algunas de mis objeciones, he considerado oportuno mantener su texto
original, porque entiendo que su suspensión obedece solamente a concesiones
temporales, a falta de consenso acerca de detalles, o a compromisos de último momento.
Pese a las opiniones
laudatorias de algunos juristas, y los tibios reparos procedimentales a su
sanción mezclados con elogios de parte de algunos periodistas, considero categóricamente
negativa la sanción del nuevo cuerpo de preceptos, por las razones que expondré.
II. LA SEGURIDAD JURÍDICA
1. Su minusvaloración
La
seguridad jurídica es un valor que en Argentina está menoscabado hasta niveles
indecibles y la innecesaria reforma integral de un texto que ya fue modificado
en múltiples oportunidades no contribuye, por cierto, a afianzarla. Largos años
de fecundas elaboraciones doctrinarias y de fallos judiciales son convertidos
en basura –como decía Julius Von Kirchman- o arrojados al desván de los trastos
viejos.
2. El
cambio de numeración no es únicamente una cuestión formal
Aun el simple cambio
de la numeración de diversos preceptos que en gran medida son similares a los
ya vigentes traerá aparejados los mismos inconvenientes que si se transmutara,
sin razón valedera, la numeración de las leyes, de las calles, la distribución
de los teclados en las computadoras o máquinas de escribir, o la ubicación del
acelerador, el freno y el embrague en los automotores, para que después de años
de adaptación, todo quede –“in optimum”- más o menos igual que antes.
No existe sector de
la actividad económica más dinámico que la industria de la informática, en sus
variedades de hardware y software. Pero no sería bien acogida una propuesta de
alteración de los teclados (keyboards) aunque se demostrara que hay distribuciones
más “racionales” de las teclas. Inclusive, los nuevos teléfonos celulares
tienen incorporado, como novedad, el clásico teclado “QWERTY”, en atención a lo
difundido de su uso.
En todo caso, si lo
que se procuró era introducir reformas en el régimen del matrimonio, de la
concepción, de la patria potestad o en la legislación comercial –lo que será
materia de crítica o análisis por separado- no era menester hacerlo derogando
un centenario y respetado Código Civil.
3. La endeble crítica de que el Código data del siglo 19
La antigüedad de un código y en general de todo bloque de normas dotado de una venerable tradición,
lejos de constituir un demérito, le otorga prestigio y aceptación social. Los
países desarrollados no suelen ser adeptos a los cambios legislativos bruscos:
* El Código Civil francés data de 1804 y aunque sufrió numerosas
adaptaciones, no fue derogado ni sustituido por otro radicalmente distinto.
* El BGB alemán comenzó su redacción en 1881 y entró en vigor en
1900. El más fuerte intento de reforma integral provino del régimen nazi, que
quiso reemplazar ese código civil por una nueva codificación que se llamaría
"Volksgesetzbuch" ("código del pueblo").
* El Código Civil
suizo fue concluido en 1907 y rige desde 1912.
La enunciación
podría ser más larga pero sustancialmente, la cuestión es muy simple: en el
balance entre las alegadas ventajas de un nuevo código unificado –las que
únicamente el tiempo dirá si son reales, y en la mayoría de los puntos materia
de reforma pronto se demostrará que no existen- y los trastornos que ocasionará
a la seguridad jurídica, al innovar desde la numeración –lo que por sí solo es
una forma de “sepultar” orwellianamente el pasado, dejar el presente en la incertidumbre, y
dificultar el cabal conocimiento de los preceptos y principios que permanecen
pese al cambio del articulado, y los que son abrogados o modificados- hasta
muchos conceptos discutibles, cuando no categóricamente malos, generará una
confusión no solamente entre los intérpretes en sus distintos roles, sino en el
hombre común, destinatario primigenio de las normas jurídicas.
Al habitante medio de
la Nación, sea o no abogado, cabe preguntarle cuántas veces se ha enfrentado
con injusticias o arbitrariedades derivadas de la aplicación del Código Civil
de 1871 –consolidada su interpretación por los juristas- que hagan necesaria
una modificación integral. Si tiene conocimiento de causa o simplemente
experiencia, lo probable es que responda que nunca o casi nunca. Por el
contrario, se han consumado frecuentes iniquidades por el desprecio u olvido de
sus normas y principios, y por la falta de respeto a las garantías y derechos
constitucionales, ninguna de ellas contradictoria con el actual Código Civil.
III. EL PROYECTO APROBADO
Formuladas estas
aclaraciones iniciales, me concentraré en el Código Civil unificado. Mis críticas pueden dividirse
en:
* El mero hecho de innovar sin razón suficiente
y en grave desmedro de la seguridad jurídica. Ya he tratado someramente la
cuestión.
*
Innovaciones que categóricamente rechazo.
*
Disposiciones que en sí mismas no son objetables como preceptos aislados, pero
no conforman una modificación, o ésta no tiene
tanta entidad como para compensar los perjuicios de la destrucción de un
ordenamiento conocido, interpretado y mejorado durante un siglo y medio.
1. Innovaciones que categóricamente
rechazo
1.1. Nasciturus
El artículo
19 del proyecto establecía que “la
existencia de la persona humana comienza con la concepción en la mujer, o con
la implantación del embrión en ella.”
Se suprimió
en dicha norma la referencia a la implantación –como concesión meramente formal
ante las críticas al respecto- pero a contramano de lo dispuesto por el art.
19, el artículo 21 establece que los derechos y obligaciones del concebido o
implantado en la mujer quedan irrevocablemente adquiridos si nace con vida. Si
no nace con vida, se considera que nunca existió.
Se traduce en
que un embrión no implantado es desechable, con consecuencias teratológicas
desde el punto de vista ético y social:
* Se abre
un ancho cauce a la eliminación y manipulación de embriones, a su alteración
genética, a su selección y a los más abominables experimentos eugenésicos.
* Muy
pronto se interpretará –extensiva o “teleológicamente”- que si la implantación
constituye el momento del comienzo de la persona humana, aun en la fecundación
natural, no existiría vida ni concepción -por hipótesis -mientras el óvulo
fecundado no esté “implantado” en la pared del útero, lo que ocurre al
final de la primera semana desde el inicio del embarazo y se prolonga hasta el
final de la segunda semana, 14 días después de la fecundación.
* Con el
avance de las ciencias –que mal encaminado no siempre lleva a un progreso
moral, como lo graficó magistralmente Aldous Huxley en su obra “Un mundo feliz”[2]
y lo reitera Francis Fukuyama en “El fin del hombre”[3]-
en algún futuro no muy lejano podrá un embrión continuar su proceso gestacional
fuera del vientre materno en incubadoras u
otras máquinas, lo que significa que podrían eliminarse “nasciturus” en
un estadio avanzado de su desarrollo. Aunque todo aborto es rechazable desde mi
concepción cristiana, aun quienes son partidarios de aquél en la primera etapa
del embarazo coincidirán que es más grave mientras mayor sea la edad del nasciturus,
pues más se aproxima a un infanticidio. ¿Qué ocurrirá cuando la tecnología
permita que un embrión tenga ocho meses o más de gestación extracorpórea, si
nunca fue implantado en ningún útero? Conforme a la definición del
anteproyecto, no tendría el status de un ser vivo, en contra de todas las evidencias científicas y
hasta sensibles.
* Si bien
el artículo
57 –en su redacción original- prohíbe “las prácticas destinadas a
alterar la constitución genética de la descendencia”, exceptúa “las que tiendan a
prevenir enfermedades genéticas o la predisposición a ellas”, lo que
habilita a todo tipo de manipulaciones.
El
precepto proyectado -y por ahora no sancionado- únicamente requiere, para la autorización de aquellas prácticas, que
se “tienda” a prevenir afecciones genéticas. Los embriones, conforme al proyecto, podrían ser tratados
como cosas si se “tiende” –y no necesariamente se lo consigue- a evitar enfermedades
genéticas o la simple propensión a ellas.
Todos los
seres humanos tenemos algún tipo de tendencia congénita a sufrir diversas
disfunciones o alteraciones orgánicas de mayor o menor gravedad, eventualmente
mortales: el cáncer, las enfermedades cardíacas, el mal de Alzheimer, dependen
en gran medida, además de los hábitos, de códigos insertos en nuestros genes.
¿Se tiene la certeza de que variar esa predisposición no provocará “daños
colaterales”, como sustituir a un potencial genio o héroe cívico que muera a
una edad temprana después de una corta pero fecunda vida por un imbécil o
malvado, físicamente sano o no?
Y una vez
concebido el niño, ¿cómo prevenir enfermedades genéticas o la predisposición a
ellas, sin abortar el embrión que, analizado como un cobayo, se declara
prescindible por su presunta posibilidad de que en algún momento de su
existencia experimente ciertas afecciones?
La
redacción actual es mejor, pero no supera las objeciones. Literalmente reza el
artículo 57: “Prácticas prohibidas. Está
prohibida toda práctica destinada a producir una alteración genética del
embrión que se transmita a su descendencia.
A contrario
sensu, no están vedadas las prácticas destinadas a una alteración genética del
embrión que no se transmitan a su descendencia, si es que tal resultado fuere
posible. Pero aun suponiendo que en la actualidad no se pudiera hacer, el solo
hecho de dejar abiertas las puertas a la cosificación del embrión –a quien no
se reconoce status de persona- y a su utilización como experimentos de
laboratorio, es deplorable.
* El artículo
561 del proyecto añade a la paternidad y la maternidad biológica o adoptiva, la que
surge de la “Voluntad procreacional”: “Los hijos nacidos de una mujer por las técnicas de reproducción
humana asistida son también hijos del hombre o de la mujer que ha prestado su
consentimiento previo, informado y libre en los términos del artículo anterior,
debidamente inscripto en el Registro del Estado Civil y Capacidad de las
Personas, con independencia de quién haya aportado los gametos”. Su
redacción es similar al del artículo 562 aprobado, que bajo el título “Voluntad
procreacional”, reza: “Los nacidos por
las técnicas de reproducción humana asistida son hijos de quien dio a luz y del
hombre o de la mujer que también ha prestado su consentimiento previo, informado
y libre en los términos de los artículos 560 y 561, debidamente inscripto en el
Registro del Estado Civil y Capacidad de las Personas, con independencia de quién haya aportado los gametos.”
* Las
anomalías a que puede dar lugar la “gestación por sustitución” integran un
nutrido grupo de atentados contra el orden natural, un orden natural que existe
y se puede reconocer con prescindencia de cualquier convicción religiosa. No
deja de ser curiosa la habitual y razonable preocupación por la naturaleza en
lo concerniente al medio ambiente (artículo 41 de la Constitución Nacional),
con la tendencia a alterar el orden de aquélla cuando se trata del ser humano.
La
filiación queda establecida “entre el
niño nacido y el o los comitentes, mediante la prueba del nacimiento, la
identidad del o los comitentes y el consentimiento debidamente homologado por
autoridad judicial” (artículo 562). Inclusive, “cuando
en el proceso reproductivo se utilicen gametos de terceros, no se genera vínculo
jurídico alguno con éstos” (artículo 575). Los donantes de
espermatozoides u óvulos carecen de derechos, y los hijos nacidos de uno de
aquellos gametos no están legitimados para demandar la filiación de su padre o
madre biológicos (artículo 577)[4],
aunque sí excepcionalmente pueden acceder al conocimiento de la identidad del
donante (artículo 564, inciso b.
Paradójicamente,
cuando el hijo es adoptado y no producto de “técnicas de reproducción humana
asistida”, si cuenta con “edad y grado de
madurez suficiente tiene derecho a acceder al expediente judicial en el que se
tramitó su adopción y demás información que conste en registros judiciales o
administrativos” (artículo 596). Si su filiación
adoptiva es el resultado de un acto de amor, sometido a una serie de requisitos
–lo que humanamente es más normal- el adoptado está habilitado para saber
quiénes son sus padres biológicos.
Todo esto
responde a un lamentable constructivismo social que desprecia la naturaleza
humana y prioriza los derechos o caprichos de uno o más individuos, del mismo o
distinto sexo, sobre derechos personalísimos, como lo son los vinculados a la
filiación. En un contexto –no sólo del Código Civil, sino de una política en
que se limita cada vez más la libertad contractual para las relaciones
jurídicas patrimoniales- se admite la más amplia libertad para convertirse en
padre o madre sin adoptar y sin concebir.
1.2.
Incongruencia entre las restringidas facultades de los padres y su amplia responsabilidad
El
anteproyecto alienta lo que hoy es una causa de profundas disrupciones en las
sociedades modernas: la expansión de los derechos de los menores a costa de las
facultades de sus padres, y a la vez la subsistencia de las responsabilidades de
los progenitores más allá de la mayoría de edad de los descendientes.
Arrinconados
los ascendientes entre derechos decrecientes y obligaciones crecientes, no es
de extrañar que se reduzca la tasa de natalidad, pues las personas responden
frente a los alicientes y los desincentivos provocados por las normas legales:
en el esquema del código, los padres se encontrarán con hijos menores o
mayores que reclamarán cada vez más, y darán cada vez menos.
Así, los
menores adolescentes podrán abortar en los casos previstos por la ley –leyes
que serán crecientemente permisivas- desde los 16 años (artículo 26); su presunto
“interés superior” –que será interpretado por el Estado a través del órgano
jurisdiccional- prevalecerá sobre los derechos y opiniones de los ascendientes;
pero a la hora de prestar alimentos, las obligaciones subsistirán hasta los 21
años (artículo 658), comprendidos “los gastos necesarios para
adquirir una profesión u oficio”, e inclusive su “esparcimiento” (artículo 659), aunque no convivan
los progenitores con los hijos. Esa obligación de suministrar recursos al ya
crecido vástago se mantiene hasta que éste alcance la edad de 25 años, “si la
prosecución de estudios o preparación profesional de un arte u oficio, le
impide proveerse de medios necesarios para sostenerse independientemente”
(artículo 663).
Claramente,
no hay vinculación entre los derechos, la supuesta madurez –a una edad cada vez
más temprana- con la responsabilidad. Al efecto de reclamar prestaciones a sus
padres, la adolescencia –no en el sentido del anteproyecto, sino de la
autonomía económica- continúa hasta los 25 años, pero siempre con menores obligaciones
y mayores exigencias.
Que los
padres puedan ayudar en los
estudios de grado y de posgrado de sus hijos, y habitualmente lo hagan si
cuentan con medios económicos para sufragarlos, no significa que deba erigirse
en un deber jurídicamente coercible, en vívido contraste con la fidelidad
matrimonial, que es meramente un deber moral (artículo 431). Dentro de la concepción del nuevo ordenamiento, es un imperativo para el o los padres proveer de ayuda económica a un hijo mayor eventualmente distanciado y que no guarda o no exterioriza ningún afecto por aquéllos, pero no es jurídicamente obligatorio para los esposos ser fieles.
1.3.
Opiniones sobre el matrimonio
Aunque el
llamado “matrimonio igualitario” goza ya de rango legal antes del proyecto, lo
considero inadecuado como institución. No es por “homofobia”; no es que las
uniones homosexuales sean repudiables per se –se hallan protegidas
por el ámbito de reserva del artículo 19 de la Constitución- sino que no es
aconsejable otorgarles status matrimonial.
Si el
fundamento que se dio en su momento para habilitarlo es la libertad, ¿por qué
no son libres de casarse entre sí los hermanos unilaterales o bilaterales,
cualquiera que fuese el origen del vínculo? (artículo 403, inciso a). Porque
existen razones de orden público que prevalecen sobre los sentimientos o las
atracciones; y no creo que sean más antinaturales esas situaciones –fundamentalmente
cuando el vínculo colateral en segundo grado no es biológico (artículo 598)-
que el matrimonio entre dos personas del mismo sexo.
Lo mismo
cabe decir de las “uniones convivenciales”, que producen efectos jurídicos
aunque la pareja esté constituida por personas del mismo sexo (artículo 509),
pero con toda razón carecen de aquéllos cuando los convivientes estén unidos
por vínculos de parentesco en línea recta en todos los grados, colateral hasta
el segundo grado, o afinidad en línea recta (artículo 510), aunque tengan
distintos sexos.
* En el proyecto, cesa para el matrimonio el
deber de fidelidad que reconoce el artículo 198 de la ley 340 (Código Civil aún
en vigencia, artículo 7 de la ley 26.994). Los cónyuges únicamente se deben
entre sí asistencia recíproca y alimentos (artículos 431 y 432). Es congruente
con el nuevo régimen del divorcio, que pasa a constituirse en un derecho
ejercitable por petición unilateral, sin expresión de causa.
El matrimonio está cada vez más asimilado a
los contratos –de allí la amplia permisión de las convenciones
prematrimoniales- pero la mínima buena fe debida al cocontratante de ser fiel
no tiene, en esta materia, ninguna relevancia. El matrimonio, de ser
indisoluble bajo el régimen de la ley 2.393, pasó a ser potencialmente
disoluble por determinadas causas (artículos 202, 204, 214 y 215 y 238 del
Código Civil, después de la ley 23.515), a esencialmente extinguible sin
expresión de causa (artículos 437, 438 y concordantes del Código Civil y Comercial).
Según la Exposición de Motivos,
“...una de las modificaciones sustanciales se
vincula a los derechos y deberes que derivan de la celebración del matrimonio.
Se regulan sólo los deberes y derechos estrictamente jurídicos, es decir,
aquellos que cuyo incumplimiento genere consecuencias en ese plano. Los
derechos y deberes de carácter moral o éticos quedan reservados al ámbito
privado. Este punto de partida no significa desconocer el alto valor axiológico
del deber de fidelidad o el de cohabitación; sólo se trata de que al receptarse
un régimen incausado de divorcio, el incumplimiento de estos derechos y deberes
no generan consecuencias jurídicas; por eso no se los regula."
Con
idénticas palabras podría haberse abrogado la regla de la buena fe en los
contratos (artículo 1198 del Código Civil), o los deberes de lealtad de los
administradores (artículos 59, 271, 272, 273, 274 de la ley 19.550), eliminando
las consecuencias jurídicas del incumplimiento de aquéllos: “Este punto de
partida no significa desconocer el alto valor axiológico del deber....”,
etcétera, etcétera.
Si no se prevén sanciones, aunque se rinda
un homenaje verbal al “alto valor axiológico” de determinado principio,
significa que en el fondo se consideran más importantes otros principios o
pretendidos valores, como la fácil disolución del vínculo, y evitar o minimizar
los conflictos judiciales derivados de las desavenencias matrimoniales.
Las leyes nunca son neutras. Una familia
sin el deber de fidelidad entre los cónyuges, con reducidos derechos y amplias
obligaciones de los padres, suscitará en los hijos –y en las generaciones venideras-
la idea de que si el derecho exime de una obligación, es porque en el fondo no
la considera trascendente. Tiene más importancia financiar hasta los 25 años a
un estudiante relevado en los hechos de todo deber hacia los padres –porque eso
sí es exigible a los progenitores- que consolidar deberes de fidelidad.
Introducir a un extraño en el tálamo matrimonial –acto de extrema indelicadeza
y deslealtad, con prescindencia de toda consideración religiosa- no es
repudiado por el proyecto, pero sí es jurídicamente exigible brindar apoyo
económico a un hijo ya mayor de edad, con independencia de que conviva o no con
uno o ambos padres; y del afecto o desafecto que evidencie hacia ellos.
El pluralismo
es altamente deseable –pluralismo que debería ser alentado por el gobierno en
todas las esferas, sin pretender la imposición de un pensamiento único a través
de los medios de difusión que controla, financia, autoriza, prohíbe o atemoriza- pero ninguna
sociedad ni ningún ordenamiento jurídico han consentido que cualquier conducta,
aunque no sea punible, sea regulada o alentada por el derecho. El incesto no es
delito para el Código Penal argentino, pero eso no significa que deba
otorgársele status legal, basándose en que “en una sociedad pluralista conviven
distintas visiones que el legislador no puede desatender".
El derecho
tiene un valor pedagógico; siempre define, quiérase o no, un “lenguaje del bien
y del mal”. La alegada neutralidad
frente a las “distintas visiones” no es tal, sino una toma de posición, cuando
no se considera deber jurídico la fidelidad. Sin fidelidad no hay un proyecto
compartido, y sería más coherente eliminar, desde esa perspectiva, el
matrimonio civil.
El efecto de la destrucción de la familia
sobre la natalidad, sobre la educación y aun sobre la criminalidad han sido
sobradamente estudiados, razón por la cual la defensa de la familia a nivel de
institución no es incompatible con la libertad individual de perseguir el
propio proyecto vital. Simplemente, no todo proyecto, aunque sea jurídicamente lícito,
debe ser institucionalizado y regulado por el derecho, pues socava la
legitimidad de las instituciones que la mayoría de la comunidad considera
ligadas a su existencia y subsistencia. El repudio a la familia llamada “burguesa”
–es decir, heterosexual, con hijos y aunque no sea totalmente indisoluble,
dotada de cierta estabilidad- es típico del pensamiento socialista, desde los
llamados por Marx socialistas “utópicos”, como Charles Fourier
(http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/futuro/13-2439-2010-11-06.html),
hasta Engels (“El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”).
Según han
señalado algunos autores, si la cohabitación es un presupuesto en la regulación
de las uniones convivenciales, al punto que el artículo 523 establece que el
cese de la convivencia mantenida durante un período superior a un año origina la
extinción de aquella unión, mientras que para el divorcio de las uniones
matrimoniales no se exige plazo previo alguno de interrupción de la
convivencia, imponer para la disolución de aquéllas un plazo y no preverlo para
el matrimonio desvaloriza a éste.
1.3. El régimen de bienes en el
matrimonio
No es
incompatible mi inequívoca adhesión al principio de la libertad contractual –en
los negocios jurídicos comunes- con mi rechazo a las convenciones matrimoniales,
que están permitidas, en especial en el artículo 446; y los derechos y obligaciones inherentes al status conyugal pueden
modificarse por convención de los esposos, “después de 1 año de aplicación del
régimen patrimonial, convencional o legal, mediante escritura pública” (artículo
449).
En los
hechos, la convención o su modificación se basarán en una imposición o una manipulación
del futuro o actual cónyuge más poderoso económicamente, más informado, más
leguleyo, dominante o menos enamorado. Dado que suele ser el varón quien reúne
todos o algunos de esos atributos, el anteproyecto es una poderosa herramienta
del contrayente rico contra el comparativamente pobre, y del hombre contra la
mujer, lo que no parece muy progresista.
El régimen
de comunidad de bienes gananciales reviste carácter meramente supletorio
(artículo 463).
2. La propiedad colectiva de los pueblos
originarios
Esta crítica al
anteproyecto podría diferirse, en atención a que la norma transitoria primera del artículo
9° del Código Civil y Comercial dispone: “Los
derechos de los pueblos indígenas, en particular la propiedad comunitaria de
las tierras que tradicionalmente ocupan y de aquellas otras aptas
y suficientes para el desarrollo humano, serán objeto de una ley
especial.” (Corresponde al artículo 18 del Código Civil y Comercial de la
Nación).
Pero no
quisiera omitir mi opinión sobre un instituto sobre cuya conveniencia espero
que se me permita la suma incorrección política de contradecirlo. Aunque en
realidad el proyecto de Código Civil unificado sigue los lineamientos de la
Constitución modificada en 1994 agrega otros ingredientes de su propia cosecha.
El
artículo 75, inciso 17 de la Ley Suprema manda “reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas
argentinos...garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación
bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades,
y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan”. Se trata de un derecho
reconocido a poseedores ancestrales, y en sí mismo –en tanto se sustente en una
posesión inmemorial- no sería incompatible con el derecho de propiedad. Pero el artículo 18 agrega “y de aquellas otras aptas y suficientes para el desarrollo
humano”. Tierras
que no ocupan tradicionalmente –porque son “otras” aptas y suficientes para el
desarrollo humano, a criterio de la autoridad gubernamental de turno- y que
eventualmente son poseídas por terceros.
Parece
estar y quizás esté inspirado en los mejores propósitos –respeto, cuando
existe, la sinceridad, sin que eso me impida señalar lo que considero erróneo o impugnar las concepciones
subyacentes- pero la propiedad comunitaria constituye la antítesis del esquema
alberdiano, y de ser tomada en serio, llevará a los pueblos indígenas a
perpetuar su pobreza. Si la protección legal y judicial del derecho de propiedad es una
condición necesaria –aunque no suficiente- para el goce de las libertades
individuales y el crecimiento económico, el proyecto marcha a contramano del
progreso; no se trata de la “constitucionalización del derecho privado” –como
se proclama en el anteproyecto- sino de agregados a un texto constitucional
–que no comparto, pero se halla presente- que en nada lo favorecen.
Si las
virtudes de la propiedad común son tan evidentes para los aborígenes
–suponiendo que haya alguna definición correcta de aborigen, que no se base en
la etimología de “ab origine”- ¿por qué limitar sus beneficios a ellos? Si
somos iguales ante la ley, habrá que concluir que la propiedad comunitaria debe
extenderse también al resto de la sociedad. Los desastrosos resultados de ese
tipo de propiedad –en que todo es de todos y nada es de nadie- determina que en
los hechos, la manejen no quienes estén más dispuestos a trabajar, invertir y
producir, sino los más aptos para convertirse en líderes políticos o, como
suele decirse, "dirigentes sociales" dependientes del presupuesto
estatal. Aquella disposición y esta aptitud son no sólo distintas, sino frecuentemente
opuestas.
Igualmente,
dará pie –como ya lo está dando- al "negocio" del indigenismo.
Personas que tienen algún ancestro aborigen –como los tenemos en alguna medida la
mayoría de los argentinos- se proclamarán herederos directos de los
"dueños de la tierra", y comenzarán a ocupar tierras adquiridas
legítimamente, con el pretexto de que en realidad, eran fundos que fueron apoderados
hace mucho tiempo por propietarios blancos . Es más: aunque el titular del
dominio sea otra persona que lleva en su sangre genes de pueblos originarios
–acaso más que los reclamantes de la propiedad “ancestral”- si pretende el
ejercicio individual de su derecho será un enemigo más de la explotación comunitaria,
y sujeto a despojos o turbaciones
ilegales o expropiaciones recubiertas con una capa de legalidad formal.
El anteproyecto, tras incluir dentro de los derechos reales a la propiedad comunitaria
indígena (artículo 1887, inciso c), la define en su art. 2028 como “el derecho real que recae sobre un inmueble
rural destinado a la preservación de la identidad cultural y el hábitat de las
comunidades indígenas”. Su titular es “la comunidad indígena registrada
como persona jurídica” (art. 2029), y conforme al artículo 2031 puede ser
constituida a) por reconocimiento del Estado nacional o de los Estados
provinciales de la posesión inmemorial comunitaria; b) por usucapión; c) por
actos entre vivos y tradición; d) por disposición de última voluntad.
Conforme
al anteproyecto –que en algún momento se plasmará en otra ley- sus rasgos
distintivos son, además del carácter exclusivo y perpetuo, que:
* Es “indivisible e imprescriptible por parte de
un tercero” (art. 2032);
* “No puede formar parte del derecho sucesorio
de los integrantes de la comunidad indígena.”
* Los
miembros de ésta se hallan facultados para ejercer sus derechos pero “deben
habitar en el territorio, usarlo y gozarlo para su propia satisfacción
de necesidades sin transferir la explotación a terceros” (art. 2033).
* “No puede ser gravada con derechos reales de
garantía; es inembargable e inejecutable por deudas”.
Están
presentes en el anteproyecto todos los elementos para eternizar la miseria de los
supuestos beneficiarios de las normas, y para que algunos extraigan réditos presupuestarios o electorales:
* Por lo
pronto, olvida, ignora o desprecia que la historia del progreso económico está
asociada con la protección del derecho de propiedad individual, como lo señala
Douglass North[5]
. La propiedad colectiva fomenta la
utilización predatoria de los bienes comunes –la llamada “tragedia de los comunes”-
pues inicialmente el costo marginal de su uso es cero o cercano a cero, y el
beneficio marginal es positivo aunque decreciente para cada uno de los
integrantes de la comunidad, Esa diferencia hace que se utilicen los recursos
de manera irracional, sin que ninguno de los comuneros tenga alicientes para
invertir capitales, esfuerzo ni asumir riesgos: no podrá explotar esas tierras
individualmente, ni tomar préstamos con garantías reales sobre ellas, ni dejar
a sus sucesores universales su cuota parte en la tierra ni en la proporción de
las mejoras que se hayan realizado.
* Además,
parte de la premisa implícita de que la población aborigen permanecerá
estática. Suponiendo que tuviere un momentáneo éxito la propiedad colectiva
–por la apuntada diferencia inicial entre costos y ventajas- y
los primeros beneficiarios la adoptaran masivamente como medio de subsistencia
–lo que dudo- el crecimiento demográfico determinará que haya cada vez más
personas con potencial derecho al uso de los bienes comunes, en una superficie
que no podrá ser explotada racionalmente, y cuya productividad se irá
reduciendo, conforme a la conocida ley de los rendimientos decrecientes[6]. Tarde o temprano, el producto marginal
de la incorporación de nuevos habitantes será nulo o negativo.
* Por lo
demás, so capa de “igualdad real de oportunidades”, se introducen
discriminaciones que pueden llegar a niveles absurdos. Para poseer
colectivamente esos bienes comunes, ¿tendrá que acreditar quien lo pretenda que
es un aborigen puro, mediante estudios de ADN? Si un indígena “puro” se casa o
forma una unión convivencial con alguien que tenga sangre caucásica, africana,
asiática, semita, o cualquier otra variedad étnica, ¿perderá esos derechos
colectivos? ¿Podrá hacer ingresar al grupo protegido a su nueva pareja, sea
cual fuere su género? En cualquier caso, la respuesta es desastrosa:
a) Si puede
hacerlo, pronto la “comunidad indígena” perderá ese carácter, y será
simplemente una persona jurídica que goce de una especial tutela, constituida
por un grupo heterogéneo de individuos a los que solamente une un derecho
intransmisible llamado propiedad colectiva.
b) Si le
está vedado atentar contra la “pureza de sangre”, tendremos una reedición de
las leyes nazis.
La propiedad colectiva ha producido
catastróficas consecuencias en todas las épocas y latitudes, ya que no genera
incentivos para la explotación racional, sino para el uso de los bienes comunes
o el goce de sus frutos sin pagar los costos. Citaré algunos ejemplos
históricos, aunque la lista es más extensa.
Los
primeros colonizadores de Nueva Inglaterra (Plymouth) que llegaron a América en
la nave “Mayflower” se habían
comprometido a organizarse bajo un sistema en el cual todos los beneficios
obtenidos por el trueque, la pesca o la agricultura debían ser considerados
bienes comunes y cada miembro podía disponer de ese fondo colectivo para
satisfacer sus necesidades materiales. Fracasó estrepitosamente, hasta 1623,
año en que los integrantes de la comunidad decidieron que las familias o
personas cosecharían de una manera independiente, adjudicándoseles una parcela
de tierra en propiedad individual y pudiendo así extraer particularmente los frutos
y productos de su explotación.
Robert
Owen, un socialista utópico pletórico de planes de ingeniería social, invitó a
todos los que así lo desearan a incorporarse voluntariamente a una nueva comunidad
que funcionaría bajo principios “socialistas” en las tierras que había comprado
con sus propios bienes y que se llamaría “New Harmony”. Hacia 1827 su
iniciativa se había visto desbaratada por la implacable realidad; aunque dicho
sea esto en homenaje a Owen, expuso su patrimonio personal –lo que no es
frecuente, y resulta éticamente loable- en la aventura de redención social que
había emprendido.
El “mir”
de la Rusia zarista era una comunidad campesina cuyas tierras se poseían y
labraban en común; algo muy similar a lo que el proyecto quiere regular.
Siguiendo a Juan José Sebreli en su obra “El
vacilar de las cosas”[7],
el mir, revalorado por los latinoamericanos tercermundistas, no fue tomado en
serio ni siquiera por los marxistas rusos, y antes de la revolución no había
podido proteger a sus miembros de la extrema pobreza, por lo que se desintegraron
cuando se ofreció a sus ocupantes recibir en propiedad privada un lote único.
Según al mentado autor, “sólo la
izquierda populista y tercermundista de fines del siglo XX resucitó anacrónicamente la figura arqueológica
del Mir”.
*
Analizando la normativa proyectada, que sea
imprescriptible a favor de un tercero supone un privilegio del que no goza ni
siquiera el Estado respecto de los bienes de su dominio privado[8],
y excede los alcances del artículo 75, inciso 17 de la Constitución Nacional,
que manda reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y
propiedad comunitarias “de las tierras
que tradicionalmente ocupan”,
excluyendo así las que no se ocupan. Pero si un tercero poseyera en forma
pacífica, continua e ininterrumpida por 20 años (artículos 4015 y concordantes
del Código Civil) inmuebles supuestamente indígenas, y pudiese demostrarlo en
un proceso judicial contradictorio, quedaría desvirtuada la “ocupación
tradicional” por la prueba contraria.
La
intransmisibilidad e inembargabilidad no impide su posesión –que es un hecho
jurígeno (artículos 2351 y 2470, C.Civ.)- por terceros, y la prescripción
adquisitiva no infringiría el artículo 75, inciso 17 de la Ley Fundamental, ya
que la adquisición del dominio por ese modo es originaria, no derivada[9].
La prohibición constitucional comprende las acciones de enajenar, gravar o
embargar tierras de propiedad indígena; pero la usucapión desvirtúa la posesión
ancestral, y no comporta una transmisión.
* La norma
proyectada, en cuanto impone a los miembros de la comunidad indígena “habitar en el territorio[10],
usarlo y gozarlo para su propia satisfacción de necesidades sin transferir la
explotación a terceros” (art. 2033), tornará definitiva la miseria de
sus habitantes, lo que probablemente llevará –para evitar esa consecuencia- a
que los aborígenes beneficiarios –cuando realmente sean aborígenes- pasen a
depender del presupuesto estatal, y su medio de vida no sea la propiedad
colectiva –crecientemente saturada e improductiva- sino las arcas oficiales.
Solamente al costo de reducir a valores ínfimos la productividad de aquellos
fundos puede incrementarse significativamente el número de sus habitantes,
conforme a la ya aludida ley de los rendimientos decrecientes. Lo probable es
que se despueblen, ante su insuficiencia para proveer al sustento de los
comuneros; o que terminen en los hechos siendo explotados por un reducido
grupo. Si realmente todos residen allí y trabajan en ese tipo de propiedad en
que no tienen los atributos del dominio, y sin que se sepa cómo se distribuirá
el producto de la "propiedad colectiva", quedarán reducidos a la extrema pobreza, ante
la ausencia de incentivos para producir y los altos alicientes para participar en la distribución de los
bienes comunes.
* Además,
al no poderse gravar con derechos reales de garantía ni embargar los inmuebles
en cuestión, los legalmente obligados habitantes de esas superficies de propiedad
colectiva tendrán cerrada la puerta para la obtención de préstamos, y les será
imposible el acceso a la financiación bancaria o comercial de los proveedores
de insumos o bienes de capital, por lo que o el Estado otorgará subsidios no
reintegrables –con los resultados que todos conocemos- o no lo hará, y muy
pronto entrarán en decadencia esas tierras comunales, como han decaído a lo
largo de la historia los bienes carentes de dueños.
* Otra
disposición cuestionable es la del proyectado artículo 2031, inciso a). El “reconocimiento del Estado Nacional o de los
Estados provinciales de la posesión
inmemorial comunitaria”, en los casos que el inmueble tenga un titular
inscripto, y no sea un bien del dominio privado del Estado, significa asignar
al Poder Ejecutivo o al Legislativo facultades jurisdiccionales –en pugna con
el principio que sienta el artículo 109 de la Carta Magna, extensible al
Congreso- y eventualmente privar de su propiedad a un tercero sin proceso
judicial y sin ser oído.
En suma,
con el proyecto de Código Civil unificado -y con la propia Constitución, en cuanto la prevé- puede hacerse la crónica de un
fracaso previsible. En el camino, medrarán oportunistas y vivillos que quizás
obtengan ventajas que nada tendrán de colectivas. Es triste que en el ara de
ideas equivocadas se sacrifique el futuro de muchas generaciones de aborígenes
y no aborígenes, llevándolos a nuevas decepciones.
3. La
acción subrogatoria
Los
artículos 739 y siguientes del Proyecto de Código Civil unificado -finalmente sancionados, promulgados y publicados- regulan la
acción subrogatoria en forma mucho más restrictiva que la amplia redacción del artículo 1196 del Código Civil.
La norma introduce como condicionamientos al ejercicio de la subrogación: a) que
el deudor sea remiso en ejercer sus derechos; y b) que tal inactividad afecte
la percepción de su acreencia (artículo 739).
A su turno, el art.
740 impone otras limitaciones: el deudor debe ser citado a juicio. De esta manera,
se establece una serie de recaudos, en sustitución de la sobria y elástica
fórmula del artículo 1196 del Código Civil (ley 340), vigente hasta el 31 de
diciembre de 2015.
La caracterización de la subrogación
como “acción” a ser ejercida ante un tribunal
La
redacción del art. 1196 del Código de Vélez es acertadamente genérica (“los acreedores pueden ejercer todos los derechos y acciones de su deudor, con excepción
de los que sean inherentes a su persona”), y por esa razón, dota al
intérprete y al operador del derecho de una batería de herramientas más útil para
solucionar la infinidad de problemas que pueden presentarse en la práctica. La
inmensa variedad de situaciones distintas que se dan en la praxis, y la
pluralidad de derechos y acciones de contenido patrimonial que puede tener el
deudor –no necesariamente creditorios- no deben quedar encerradas dentro de
marcos normativos que, por lo rígidos, resultan un obstáculo al pleno ejercicio
de sus derechos por el acreedor.
Si bien el modo
habitual de subrogarse en los derechos y acciones del deudor es mediante la
promoción de una demanda judicial, no siempre ni ineluctablemente ello debe ser
así. Cabe imaginar un reclamo administrativo o una actuación extrajudicial
dirigidos contra el deudor del deudor subrogado, que tengan por objeto
suspender el curso de la prescripción.
El derecho conferido
por el art. 1196 tiene naturaleza conservatoria[11]. En
muchos casos, imponer al acreedor que el deudor sea remiso en el ejercicio de
derechos aún no exigibles, por estar sometidos a plazo o condición, producirá casi
con seguridad su frustración: si el único o principal patrimonio del deudor que
se pretende subrogar, consiste en el crédito –este último, exigible o no-
contra un tercero, carece de sentido supeditar la subrogación a la prueba de
que el deudor es renuente al cobro de su acreencia o al ejercicio de su derecho
real (por ejemplo, promover o continuar la acción petitoria).
Si el deudor
subrogado –acreedor a la vez, o titular de un derecho real- tiene derecho,
pendente conditione o mientras el término no esté vencido, a solicitar medidas
cautelares (arts. 546 del Código Civil y 209, inc. 5 del Código Procesal Civil
y Comercial de la Nación); si puede, como acto conservatorio, ejercer la acción
revocatoria o pauliana[12],
no hay motivo valedero para que el acreedor no pueda subrogarse en los derechos
de su deudor.
La
amplitud de la disposición aún vigente le otorga la flexibilidad y plasticidad
necesarias para permitir al intérprete y al juzgador que arriben a soluciones
justas[13],
que constituyen la estrella polar del derecho.
En cambio, con la
previsión –injustificadamente limitativa- contemplada en el proyecto, habrían
quedado desguarnecidos derechos que, en su momento, el órgano jurisdiccional
admitió por vía de subrogación. Así, en un elogiable precedente[14],
la Corte Suprema de la Nación reconoció legitimación a los profesionales de la
parte actora –derrotada en cámara en un juicio de reivindicación- para interponer,
por vía oblicua, recurso extraordinario en tutela de sus propios derechos. El
Superior Tribunal entendió –y entendió bien- que los abogados eran acreedores
de la actora (en virtud de un pacto de cuota litis) y que, como tales, ante la
evidencia de que aquélla había decidido abandonar el pleito, tenían interés
propio en recurrir la sentencia adversa.
Admito que la mayor
parte de la doctrina y la jurisprudencia actual han impuesto, como requisito
pretoriano –pues el art. 1196 del C.C. no hace distinciones- que el deudor sea
remiso en ejercer su derecho. Sin embargo, esa opinión no es la más justa –por
el contrario, puede llevar a la desprotección de ciertos acreedores- ni la sustentada por la Corte Suprema de la Nación.
La exigencia de que
el deudor sea “remiso” en ejercer sus derechos –sea en su acepción negligente
de dejado, moroso; sea bajo la forma de una renuencia dolosa- no tiene
justificativo. Si el acreedor subrogante sabe que el deudor de su deudor se
está por colocar en la insolvencia, el ordenamiento jurídico debe ampararlo sin
dilaciones, con total prescindencia de la subjetiva evaluación acerca de la
mayor o menor diligencia del subrogado. Éste puede no ser remiso, sino
ignorante de la situación de su propio deudor; puede tropezar con
inconvenientes procesales o fácticos que le impidan o dificulten el inmediato ejercicio de
sus derechos y, asimismo, es posible que se dé una infinidad de circunstancias
no previstas en los rígidos y casuistas moldes del anteproyecto[15].
Al efecto de la
subrogación –desde el punto de vista de la funcionalidad de la figura- debe
despojársela de toda connotación subjetiva respecto de la conducta del
subrogado. Si la acción oblicua intenta proteger la integridad del patrimonio
de aquél, a esos fines carece de trascendencia indagar por qué no acciona:
connivencia con su propio deudor o poseedor, negligencia, desconocimiento o
quizás óbices de índole ritual.
Además, el vocablo
“remiso” dará lugar a que muchos jueces interpreten que el subrogante debe
intimar previamente al subrogado a que ejercite sus derechos, con el riesgo de
que, en el ínterin, sus derechos se vean frustrados[16].
Tampoco es aceptable
la valla de acreditar que el obrar remiso del deudor lesione actualmente o
ponga en peligro la percepción de su acreencia. Si ante una deuda cierta,
exigible o no, el deudor y a la vez acreedor o titular de un derecho real es
negligente o reacio a accionar –recaudos ya analizados- no cabe ninguna duda
que ambas conductas omisivas afectan el cobro del crédito de quien pretende
subrogarse, como siempre ocurre cuando una persona, física o jurídica,
disminuye su patrimonio o empece a que se acreciente.
Suponiendo que el
subrogado sea suficientemente solvente para afrontar sus obligaciones y tenga
otros bienes susceptibles de embargo, lo probable es que el acreedor prefiera
trabar medidas precautorias sobre aquéllos, que pasar por un campo que el proyecto aprobado ha sembrado de
minas.
Pero al margen de lo
anterior, no desconozco que existe la posibilidad de que un acreedor obre abusivamente
(aunque mucho más probable es que el deudor obre de manera dolosa o
negligente). Esa hipótesis ya tiene solución en el instituto del abuso de
derecho, y en las reglas sobre cautelares, sin necesidad de que el legislador
incluya como una condición de
admisibilidad de la acción, que el acreedor demuestre que la falta de
ejercicio de sus derechos por su deudor, afecta el cobro de su crédito.
En síntesis, el
anteproyecto subordina la subrogación del acreedor en los derechos de su deudor
a una serie de exigencias y restricciones, que pueden frustrar la finalidad del
instituto.
Para que un código
de fondo tenga vocación de permanencia, debe estar adornado de la virtud de la
flexibilidad, que va de la mano con la amplitud de las fórmulas normativas en
él contenidas. Por el contrario, el proyecto peca de un casuismo
reglamentarista que conspira contra la subrogación, y deja fuera de su área de
cobertura, o en la indefinición, a situaciones que pueden merecer el amparo
legislativo o judicial y hoy, al menos con una interpretación literal de lo
proyectado, quedarían excluidas.
4. Los bienes inembargables
El artículo 744,
inciso h del Código exceptúa de la garantía colectiva de los acreedores a “los demás bienes declarados inembargables o excluidos por otras leyes”, sin
aclarar si se refiere a leyes nacionales o si también están comprendidas las
leyes provinciales que continuamente prorrogan la declaración de emergencia, y
llevan ya más de veinte años de sucesivas postergaciones. Al abordar la
responsabilidad del Estado, ampliaremos sobre el particular.
Esas
normas locales violan el artículo 126 de la C.N. en cuanto estatuye
que las provincias no ejercen el poder delegado a la Nación; delegación que
abarca la facultad de legislar en materia civil (arts. 75, inc. 12 y 126
citado).
El Superior
Tribunal, en distintas integraciones y diversas épocas, incluyendo la más
reciente, ha declarado la invalidez constitucional de disposiciones vernáculas
que pretendían limitar los derechos de los acreedores contra el estado local.
Reafirmando la buena doctrina constitucional, se dijo que “las provincias en
su carácter de personas jurídicas pueden ser demandadas y ejecutados sus
bienes por las obligaciones que contraigan de acuerdo con el art. 42 del
Código Civil, y no pueden aplicarse válidamente las disposiciones de leyes locales
que tienden a sustraer de la acción de los acreedores los bienes y recursos del
Estado contra los derechos y garantías de la ley civil, pues las relaciones
entre acreedor y deudor son de exclusiva legislación del Congreso Nacional"
(C.S.N., fallo publicado en L.L. 138, pág. 462; idem, Fallos, 184:566; 188:387;
188:563/4; 121:250; 121:330; 119:117; 119:372; 176:232; 175:338; 172:11;
171:431; DJ, 1989-I-355, 6-9-1988, "Provincia
de Salta c/ Estado Nacional"; 8-8-1997, "Sandoval Héctor c/ Provincia de Neuquén"; CSN, 6-4-2004,
“Administración Federal de Ingresos
Públicos c. Empresa Provincial de la Energía”, Fallos, 327:887).
5.
Retroceso respecto de las deudas en
moneda extranjera
El Código sancionado mantiene
lo peor de la ley 23.928 –la prohibición de indexar, contenida en los artículos
7 y 10 de aquélla - y deroga lo mejor, que fue la reafirmación de la voluntad
contractual y la exigibilidad de las deudas en la especie designada, cuando en
1991 modificó los artículos 617 y 619 del Código Civil. Cabe señalar que, pese
a sus aspectos criticables, la ley de emergencia n° 25.561 tuvo la prudencia de
mantener la vigencia de esas disposiciones[17],
hoy fácticamente abrogadas por una plétora de preceptos infralegales emanados
de la Administración Federal de Ingresos Públicos y del Banco Central de la
República Argentina[18].
Con el Código Civil y Comercial, las deudas
en moneda extranjera serán consideradas como de dar cantidades de cosas
–como en el antiguo artículo 617 del Código Civil, previo a la ley 23.928- con
lo que no podrán reclamarse por la vía del juicio ejecutivo en la mayoría de
los ordenamientos procesales –que condicionan su admisibilidad a que se demande
el pago de una suma exigible y líquida de dinero- y a la vez en rigor tampoco constituirán
obligaciones de dar cantidades de cosas, puesto que el artículo 765 esbozado faculta
al deudor a “liberarse dando el
equivalente en moneda de curso legal, de conformidad con la cotización
oficial", haciendo trizas el principio de identidad (artículo 740 del
Código Civil vigente hasta el 31-12-205), y permitiendo el incumplimiento de
los deberes jurídicos asumidos.
La combinación entre
la prohibición de actualizar, la facultad de ejercer el “ius solvendi” respecto
de las deudas en moneda extranjera de acuerdo a un “cambio oficial” que
dependerá de la voluntad del Poder Ejecutivo o sus organismos subordinados –delegación
que pugna con los artículos 19 y 76 de la Constitución- provocarán la
desaparición del crédito a largo plazo, ante la certeza de cualquier acreedor
privado, de que su acreencia se verá parcialmente confiscada:
* Si financia en
pesos y no puede indexar, la cuantía económica de su derecho será diluida por
una inflación que hizo que un peso actual equivalga a diez billones de pesos
moneda nacional, en los 40 años transcurridos desde 1970 hasta 2010.
* Si financia en
moneda extranjera, aunque la obligación es considerada de dar cantidades de
cosas, el deudor podrá liberarse liquidando su deuda al cambio oficial, sin
respetar los principios de identidad e integridad del pago.
Para colmo, todo eso
se da en un contexto en que se ha erigido al Poder Ejecutivo, a través de la
AFIP y el Banco Central, en autoridades fácticamente legisferantes, quienes, antes
de la reforma del Código Civil, hicieron casi casi imposible la contratación en
moneda extranjera. El que tenga la paciencia de ingresar en el sitio web de la
Administración Federal de Ingresos Públicos, previo acceso con clave fiscal,
pretendiendo realizar una compra de divisas, se hallará con una desmoralizante
–cuando no intimidatoria- serie de restricciones, que imposibilitan la
adquisición de dinero foráneo con otros finalidades que no sean turísticas o de
importación –ambas estrechamente acotadas- y consecuentemente, la contratación
en otro moneda que no sea la nacional.
Al margen de la
tosquedad e inconstitucionalidad de todas esas limitaciones, que convierten al
fisco en legislador y juez –el que otorga o más frecuentemente deniega los
“permisos” a través de sistemas informáticos cuyas pautas no son publicadas en
el Boletín Oficial, de modo que el afectado pueda controlar los criterios para
denegar una autorización, o concederla dentro de determinados límites- es
evidente que el Código Civil y Comercial apunta a impedir, en los hechos, la
negociación en otra moneda que la que emite sin mesura el Banco Central.
¿Es eso una
reafirmación de la soberanía o una negación de la libertad individual? ¿No
resulta evidente que a través de las severas cortapisas a la contratación en
monedas que se deprecien menos que la nuestra[19], en realidad
se está vulnerando el derecho de salir del país, reconocido por el artículo 14
de la Constitución y del que no se puede privar ni siquiera a los arrestados
cuando hay estado de sitio? (art. 23). Si algo caracteriza a los estados autoritarios
es la prohibición total o casi absoluta en los hechos de egresar –temporaria o
definitivamente- del territorio nacional. Y es farisaico reconocer formalmente
el derecho de salida, siempre y cuando el emigrante o turista no lleve moneda extranjera
–o lo haga en cantidades ínfimas- pues el dinero nacional no es aceptado sino a
una cotización nimia, y únicamente en los países limítrofes.
Además, las
prohibiciones son burdas, aun desde el punto de vista de los fines que se
quieren lograr. Los dólares, euros u otras divisas que no puedan ser
negociadas, tampoco ingresarán al circuito de financiación de la producción o
el consumo. Se atesorarán en el interior de Argentina, lo que tiene idéntico
efecto económico que si hubieran traspuesto nuestras fronteras. El deudor que
deba pagar en pecunia extranjera y gracias al Estado cancele su obligación en
pesos no entregará la moneda pactada a ningún organismo gubernamental,
beneficiándose con la diferencia entre la cotización estatalmente impuesta y el
valor real de lo que debía.
El resultado de la
fijación de un valor oficial por las divisas ha sido y continuará siendo acentuar la escasez que se
quiere evitar del bien en cuestión, al alentar el incremento de la cantidad
demandada y la retracción de la cantidad ofertada. Son nociones elementales de
economía, de psicología social y de historia económica, aunque el legislador se
obstine en ignorarlo.
6. La reafirmación del nominalismo, acentuado ahora
El artículo 766
reafirma el nominalismo del artículo 619 del Código Civil, con una diferencia:
el art. 619 reformado por la ley 23.928 emplea la expresión “especie y
calidad”; en cambio el art. 766 se refiere a “la especie designada.”
La alusión a la
“calidad” permite que en algún momento los jueces consideren que una moneda
envilecida por la inflación no tiene la misma “calidad” y consecuentemente,
abriría un intersticio para la actualización por depreciación del signo monetario.
El nominalismo a
ultranza únicamente es compatible con la justicia en un marco de estabilidad
monetaria –y en esa situación, actualizar o no hacerlo es indiferente- pero
cuando existe inflación, rápidamente supera los intereses judiciales, ya que
éstos en principio no se capitalizan (artículo 623 del Código Civil) –es decir,
no se acumulan al capital- en contraste con la emaciación del signo monetario
que sí es acumulativa, toda vez que cada incremento de precios se produce sobre
el aumento anterior.
El índice de precios
internos al por mayor informado por el INDEC –algo más fiable que el índice de
precios al consumidor, y en el largo plazo deben confluir ambas series-
muestra, desde la salida de la convertibilidad, los siguientes guarismos que
expongo a continuación. Índice de marzo de 2012: 520,66; Índice de enero de 2002: 106,60. Coeficiente:
4,88; es decir, que los precios mayoristas casi se quintuplicaron en ese lapso (la desvalorización ha sido mucho mayor hasta la fecha).
Dado que la curva de
depreciación es exponencial –aunque el exponente no sea idéntico en cada mes-
ninguna tasa sin capitalizar puede alcanzar a la inflación. En lapsos más largos,
esto luce patente: un peso actual equivale a diez billones de pesos moneda
nacional de 1969. Ninguna tasa de interés no capitalizada puede acercarse a
esos cocientes incrementales.
Si bien los fallos
del Superior Tribunal han compurgado la interdicción de actualizar –inclusive
de establecer intereses a la tasa activa- resulta aun en períodos de mayor
estabilidad de precios, contraria al derecho de propiedad, y en contextos de
inflación elevada o en lapsos temporales extensos, lisa y llanamente confiscatoria.
6.1. La aparente excepción de las deudas de valor
El artículo 772 del Código Civil y Comercial aparentemente resucita las deudas de valor, como categoría propia.
Establece: “Si la deuda consiste en cierto valor, su cuantificación en
dinero no puede ser realizada empleando exclusivamente índices generales de
precios. El monto resultante debe referirse al valor real al momento que
corresponda tomar en cuenta para la evaluación de la deuda. Puede ser expresada
en una moneda sin curso legal que sea usada habitualmente en el tráfico”.
Algunos ejemplos
serían las deudas por alimentos, la indemnización expropiatoria, la colación,
el valor debido al recedente en caso de ejercicio del derecho de receso; toda
indemnización integral; deudas de dar cosas ciertas, de hacer o no hacer cuando
la prestación se torna imposible por culpa del deudor.
En realidad, siempre el acreedor
contractual o extracontractual lo que persigue a través de la prestación que se
le adeuda no es una suma nominal de dinero, sino un determinado valor, aunque
el dinero sea el objeto de la obligación debida.
Con anterioridad a
la reforma del artículo 619 del Código Civil por la ley 23.928, numerosos
juristas entendieron que aquel precepto consagraba el principio nominalista.
Tal conclusión no surgía de su letra, y aplicada a economías inflacionarias,
era diametralmente opuesta a las ideas de Vélez Sarsfield[20].
Una parte de la
doctrina -a mi criterio con razón- consideró que el Código Civil no era
nominalista, sino "metalista"[21].
El sistema monetario vigente a la fecha de su promulgación –ley 340- podía
caracterizarse por los rasgos que seguidamente enuncio: i) La gran depreciación
que suele ir ligada al papel moneda inconvertible, era un problema desconocido;
ii) Coexistían diversas monedas metálicas, cuyo valor relativo dependía de la
cantidad y del tipo de metal que contuvieran.
Exclusivamente a la
luz del metalismo que predominó como sistema monetario durante el siglo XIX,
salvo en períodos de guerras y convulsiones internas, cabe interpretar la
primitiva redacción del art. 619. Es claro que la intención del codificador decimonónico
jamás fue permitir que la disposición se convirtiera en un medio para que el
deudor se beneficiase a costa de su acreedor. Vélez Sarsfield legisló sobre la
forma de satisfacer obligaciones en determinada especie de moneda nacional, en
una época que circulaban varias, todas metálicas, según surge de la nota al
artículo 619[22].
Sin mecanismos de ajuste o sucedáneos con el mismo efecto, quien abona con
dinero envilecido no satisface el requisito de integridad del pago, dado que,
sin analizar si entrega moneda de la misma especie, es obvio que la moneda
depreciada no tiene igual calidad, al ser su poder adquisitivo menor.
Cuando la moneda se
deprecia marcadamente con relación a su valor a la fecha de nacimiento de la
obligación –sea por la tasa de inflación, sea por el tiempo transcurrido hasta
el pago, sea por ambas circunstancias- mantener congelado el quantum de la
deuda en su importe histórico es contrario a la garantía de la propiedad. Como
señalaba Germán Bidart Campos[23],
el artículo 17 de la Ley Fundamental declara inviolable la propiedad, y si la
misma recae sobre el dinero, no sólo protege su cantidad nominal impresa en el
billete o estampada en la moneda, sino su valor real, su poder adquisitivo y de
cambio. De tal modo, el pago del crédito con el mismo valor nominal de una moneda
depreciada afecta el derecho de propiedad del acreedor, que tiene derecho a hacer
ingresar a su patrimonio una cantidad de igual valor de cambio al que poseía el
crédito cuando se originó.
Esa fue la doctrina
adoptada por la Corte Suprema de la Nación en sus diversas composiciones, desde
1967[24]
hasta 1991. Partiendo de la premisa que la actualización no torna a la deuda
más onerosa que en su origen, sino se limita a preservar el valor de las
prestaciones en moneda constante, el paso siguiente fue prescindir de la
existencia de mora como requisito habilitante para su reconocimiento[25],
haciéndolo depender directamente de la garantía de la inviolabilidad de la
propiedad[26].
Citas doctrinarias o
jurisprudenciales al margen, resulta evidente que imponer al acreedor la
recepción de dinero depreciado, a cambio de un bien, servicio o hecho generador
de derecho a indemnización prestados o sucedidos cuando la depreciación no se
había producido, ocasiona un empobrecimiento patrimonial del acreedor o, en
términos constitucionales, a un menoscabo de su derecho de propiedad. Si el
tribunal cimero de la Nación ha considerado confiscatorios los tributos que
excedan el 33 % de la renta o el capital gravado[27],¿qué
decir de obligar al acreedor a soportar íntegramente el impuesto inflacionario,
que recae sobre las tenencias de moneda[28],
cuando la inflación o la diferencia entre la inflación y las tasas de interés
supera con creces esos porcentajes?
Algunos
pronunciamientos han expuesto, en sentido contrario, argumentos pretendidamente
constitucionales en contra de la validez de la actualización, arguyendo que el
valor impositum del dinero es una derivación de la facultad del Congreso de
proceder en tal sentido (artículo 75, inciso 11 de la Constitución Nacional).
Esa postura es totalmente errada, porque el ajuste –admitido parcialmente,
aunque sin consentir los índices como pauta exclusiva- no "fija" el
valor del dinero, sino adecua el monto de la prestación a la desvalorización ya
operada. Quienes actualizan, con referencia a índices o sin remitirse a ellos, no
están usurpando facultades del Poder Legislativo, ni provocando la depreciación
de la moneda –que por hipótesis ya se ha producido, habida cuenta que los
índices y los precios de los productos o servicios únicos, aunque no sean
números índices, reflejan el pasado- sino ajustándose ex post a una realidad económica
ya acaecida..
Descartado el reparo
constitucional en contra de la actualización de deudas –aceptada desde la ley
25.561 y sus normas complementarias como el decreto 214/2002 a través de la
aplicación del Coeficiente de Actualización de Referencia (CER)- la Carta Magna
en su aspecto sustantivo –que son las declaraciones, derechos y garantías-
asegura la inviolabilidad de la propiedad. Siendo así, siempre que el apego a
normas o exégesis estrechas de ellas conduzca al despojo del acreedor –ora por
el transcurso del tiempo, ora porque la inflación se acelere- debe prevalecer la Ley Suprema (art. 31) sobre
cualquier norma de jerarquía inferior.
Por cierto que los
intereses pueden servir de paliativo –parcial e insuficiente- de la
depreciación, pero éstos únicamente se devengan por pacto expreso, o a partir
de la mora. ¿Qué ocurre cuando no existe mora, pero sí desvalorización de la
moneda, o ha sobrevenido un notorio desequilibrio de las prestaciones? En tales
casos, congelar el valor nominal de la obligación en dinero genera flagrantes
injusticias.
Diversas
disposiciones particulares, tanto en materia contractual como extracontractual,
permiten extraer de ellas principios generales que deberían posibilitar el
ajuste, sobre todo en períodos largos.
Obligaciones expresadas en dinero
Obligaciones dinerarias
contractuales.
En materia negocial,
las convenciones deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe y
conforme a lo que verosímilmente las partes entendieron o creyeron entender
(art. 1197 del actual Código Civil).
En los contratos con
prestaciones recíprocas diferidas temporalmente –una de ellas o ambas- las
partes entienden, al obligarse a entregar una cosa o prestar un servicio,
obtener un determinado valor económico a cambio[29].
Si el tiempo sumado a la inflación –haya o no mora del deudor- deprecia ese
valor de cambio, se está violando el negocio jurídico en su espíritu, pues el
acreedor no recibe y el deudor no paga lo que se acordó. Esa es una noción tan
elemental, que no debería requerir demostración; todos los que hemos soportado
inflaciones elevadas[30]
la conocemos existencialmente, más allá del saber de los juristas. No puede en esas
condiciones sino reafirmarse en materia convencional el principio sinalagmático
que tiñe no sólo la génesis sino también la etapa funcional del contrato.[31]
Aun en los contratos
unilaterales y gratuitos que tienen por objeto sumas de dinero –típicamente, el
mutuo, que se presume gratuito (artículo 2248 del actual Código Civil)- el
acreedor, si bien no pretende que su capital dé frutos, quiere que se le
entregue "igual cantidad de cosas de
la misma especie y calidad" (art. 2240; artículo 1525 del nuevo Código
Civil y Comercial). El mutuario que restituye dinero envilecido, no devuelve igual
cantidad de cosas de la misma especie y calidad, sino sustancialmente menos de
lo que se le prestó. Huelga decir que no es eso lo que verosímilmente las
partes entendieron o creyeron entender, de acuerdo a la naturaleza del
préstamo; de aceptarse lo contrario, el segundo se enriquecería sin causa, por
la diferencia entre el valor real de lo que debería reintegrar, y el valor
nominal de lo que devuelve en moneda depreciada.
Obligaciones resarcitorias
. En las obligaciones
de indemnizar, "el resarcimiento de
daños consistirá en la reposición de las cosas a su estado anterior"
(art. 1083, Cód. Civil; similar al artículo 1740 del Código Civil y Comercial
unificado). Siendo así, el deber jurídico reparatorio consiste en entregar un
determinado valor –el necesario para colocar al damnificado en la misma
situación que tenía antes de sufrir el daño- no una suma determinada de dinero.
Si éste se desvaloriza, el quantum nominal de la obligación debe ajustarse para
compensar esa depreciación, y permitir que el principio de reparación integral
no se vea desvirtuado y reducido a la inanidad. Inclusive las indemnizaciones
tarifadas, para no quedar menoscabadas hasta niveles irrisorios, deben
preservar su valor en moneda constante.[32]
Obligaciones
derivadas del principio del enriquecimiento sin causa (artículo 1794 del
Código Civil y Comercial)
En este tipo de
obligaciones –de las cuales el deber de restituir el pago recibido sin causa es
una especie (nota al art. 784 del Cód. Civil, ley 340)- el acreedor debe recibir un determinado valor
al que la inflación no afecte, so riesgo de compurgar el enriquecimiento
indebido del deudor.
Obligaciones no dinerarias
En el Código Civil
actualmente vigente (ley 340), ante el incumplimiento total o parcial de una obligación
de dar, hacer o no hacer, nace a favor del acreedor el derecho de reclamar los
daños e intereses. Diferentes preceptos son aplicaciones particulares del principio
(arts. 579, 581, 585, 587, 595, 605, 608, 612, 615, 628, 629, 630, 634, 889, y
otros).
Las obligaciones de
pagar daños e intereses son deudas de valor, con prescindencia de su origen
contractual o extracontractual[33]
y en ambos supuestos se intenta colocar al acreedor insatisfecho en la misma
situación que si el deudor hubiera cumplido su prestación –ya que el resarcimiento
entra en lugar del débito incumplido (artículo 511 del Código Civil)- o no
hubiese causado el daño.
Si todas las
obligaciones no dinerarias pueden, ante el incumplimiento, convertirse en
obligaciones expresadas en dinero, y en tal caso son deudas de valor, razones
sistemáticas y axiológicas aconsejan dar idéntico tratamiento a las
obligaciones dinerarias en su origen,
puesto que la moneda no es más que un modo de intercambiar bienes y
servicios sin recurrir al trueque.
De entenderse lo
contrario, las deudas dinerarias –en cualquier economía medianamente
evolucionada, las más significativas- serían las cenicientas del mundo
obligacional. El acreedor de cosas o prestaciones de hacer o no hacer
teóricamente se aísla de los efectos de la inflación, y por consiguiente, no experimenta
una detracción en el quantum real de lo que se le adeuda. Si su deudor no
cumple, obtendrá la cosa, el hecho, la omisión o de no ser posible lo anterior,
un resarcimiento igual al valor de la obligación incumplida. Pero el acreedor
de sumas de dinero, con un criterio nominalista a ultranza, deberá
soportar la desvalorización de la prestación que le es debida.
Esa conclusión,
además de ser injusta, resulta desquiciante de la moral y de la economía, al
fomentar, por un lado, el incumplimiento de las obligaciones en moneda
nacional; y por otro, la descontratación y el incumplimiento de las contraprestaciones
no dinerarias, pues al ser desventajosa la condición de acreedor de sumas de
dinero, disminuye el incentivo para entregar bienes o prestar servicios con un
valor real comparativamente estable, a cambio de moneda depreciada cuya
recepción se impone, una vez celebrado el contrato.
Concepciones e intereses subyacentes en el nominalismo
El término
"nominalismo" fue generalizado por el clásico Nussbaum; pero mucho
antes, los gobernantes venían haciendo "nominalismo" sin ponerle
nombre. Históricamente, viene ligado a una concepción –en la teoría o en los
hechos- estatista del dinero, reminiscencia del absolutismo monárquico. El
gobernante asigna un valor impositum a la moneda, y dicho valor abstracto,
ajeno a su depreciación o apreciación económica, es el que se compele a recibir
a los particulares para sus transacciones. No es de extrañar que esa idea haya
sido acogida con entusiasmo por determinados intereses económicos e ideologías
políticas.
Desde que los
monarcas rebajaban la ley de las monedas metálicas como arbitrio para disminuir
las cargas financieras de sus reinos, y obligaban a la recepción de ese dinero
depreciado, la posibilidad de pagar con moneda envilecida vino ligada a los
intereses de los deudores, públicos y privados.
Después de la
primera guerra mundial, las naciones con presupuestos crónicamente
desequilibrados incrementaron su deuda pública hasta límites impagables; en
esas condiciones, su congelación en valores históricos fue la doctrina que
convenía al príncipe, ya que resultaba un modo velado de repudiar sus
obligaciones, entregando dinero de menor valor real: la inflación era y sigue
siendo una manera solapada de reducir la deuda pública no ajustada.
Concentrándonos en
nuestro país, no es casual que en tiempos de dilatada "emergencia"
–que empezó en 1989 (ley 23.696), prosiguió en 1991 (ley 23.982), continuó en
el año 2000 (ley 25.344), se prolonga hasta el presente y probablemente nos acompañe
hasta la tumba- el principal deudor –es decir el Estado en sentido lato,
abarcando la nación, provincias y municipios- quiera licuar sus pasivos.
Concepciones políticas subyacentes
Los ordenamientos
totalitarios siempre han impuesto el nominalismo. No significa que toda nación
en que impere éste sea totalitaria; pero sí es válida la proposición simétrica:
todos los totalitarismos, autoritarismos o estatismos se inclinan por el
principio nominalista. Los arts. 110 del Cód. Civil soviético y 1277 del Código
Civil italiano –soviético y fascista, respectivamente- lo consagraban en forma
expresa.[34]
El presupuesto
explícito o implícito de la concepción nominalista “à outrance”, es que el
valor de la moneda depende por completo de decisiones gubernamentales; que los
derechos e intereses legítimos de los particulares pueden y deben subordinarse
a la voluntad estatal y a las normas jurídicas positivas infraconstitucionales;
y que la justicia conmutativa –la igualdad o equidad en las prestaciones-
resulta un valor que debe ceder frente a un alegado interés público prevalente,
cuyos genuinos intérpretes serían los órganos políticos del gobierno.[35]
Por el contrario, considero
que deben primar conceptual y fácticamente las garantías individuales y la
justicia sobre los fines transpersonales que se asigne al Estado.
Consecuencias económicas del
nominalismo extremo
Cuando la inflación
es inexistente, el debate entre ambas posiciones únicamente preocupa a los
juristas pero no al hombre de la calle, porque sus efectos prácticos son
idénticos; pero cuando se enseñorea la inflación –aunque no sea
"hiper"- ambas concepciones
experimentan la prueba de fuego.
Frente a procesos de
destrucción o severa depreciación del signo monetario, apegarnos a la ficción
de que un peso es siempre igual a un peso, sea cual fuere el tiempo
transcurrido y la tasa de inflación, genera la confiscación parcial –a veces
casi total- de los acreedores en moneda nacional, en beneficio de los deudores.
Ello ocurrió en Alemania y Austria después de la primera guerra mundial, y el
desánimo colectivo sumado al empobrecimiento de vastos sectores de la
población, prepararon el camino para la aventura totalitaria del nazismo.
Como las
contrataciones, en su inmensa mayoría, están expresadas en dinero, consagrar
como regla el principio nominalista en condiciones inflacionarias es introducir
la desigualdad en el negocio jurídico y favorecer el incumplimiento de las
obligaciones. Dado que la inflación es acumulativa –cada incremento de precios
se produce sobre los niveles del aumento anterior- sigue la mecánica del
interés compuesto. Una depreciación monetaria del 40 % anual, hace subir los
precios 28,92 veces en diez años; una inflación del 20 % anual, representa una
suba de precios de 6,19 veces en igual período. El desarrollo que sigue, efectuado
en planilla Excel, lo muestra:
Adviértase que el
doble de inflación anual, en un decenio multiplica los valores de cambio casi
cinco veces más (28,92 contra 6,19), por la dinámica del crecimiento exponencial.
Con tamaños
incrementos, toda tasa de interés inferior a la suba de los precios o que no se
capitalice –a diferencia de aquéllos, en que cada aumento se acumula al
anterior- queda sepultada por la montaña inflacionaria.
En Argentina no es inusual
que los juicios se prolonguen por cinco, diez o más años. Mantener el valor
nominal del capital conduce, en esas circunstancias, al despojo del acreedor.
Dejo aclarado que:
a) En primer lugar,
mi postura no supone necesariamente la adopción mecánica de índices de precios
para corregir el fenómeno inflacionario –salvo que estén pactados, lo que
debería autorizarse ampliamente- sino el reconocimiento de que la prestación del deudor en
las obligaciones dinerarias no puede emanciparse, en períodos que exceden al
convenido en la contratación, del valor de la moneda.[36]
b) Aun
constriñéndonos al reajuste por precios, hay que ser muy cuidadoso a la hora de
evaluar la habitual afirmación de que multiplica ilegítimamente los valores, en
desmedro del deudor. En principio, tratándose los índices de promedios
ponderados de aumentos y bajas; o de ascensos mayores y menores, en la medida
que la ponderación se adecue a la realidad, no pueden, como
"promedios" que son, causar acrecentamientos en términos reales de
los valores de la totalidad de las obligaciones, pues ello sería contradictorio
con la índole de una media, en la cual los picos que la sobrepasan son
compensados por las hondonadas que no llegan a ella. Antes bien, distorsionados
hacia la baja como están los índices oficiales (por ejemplo el C.E.R.), el
deudor que pague importes ajustados conforme a aquéllos licuará parcialmente su
obligación, pero siempre menos que si no se admite la actualización.
Aunque no se
advierta a primera vista, si los precios se descontrolan, restringir a la vez
las operaciones en moneda extranjera y desalentar el crédito en moneda nacional
al prohibir el reajuste –con o sin índices- entraña promover la huida del
dinero. La reducción de la demanda de moneda doméstica, por sí sola, tiende a
avivar la hoguera de la depreciación monetaria, y resulta una constante en los
procesos de hiperinflación[37].
En esos contextos, hacer ruinosa la tenencia de dinero argentino o de acreencias
expresadas en él, amplifica el problema que se pretende solucionar.
La inflación, de
este modo, recae sobre los que realizan operaciones a plazos dilatados, o
aquellos que por diversas razones –existencia de un juicio pendiente,
acreedores insolutos por largo lapso- deben cobrar sus créditos mucho después
de haber entregado el bien, prestado el servicio o sufrido el daño. No pueden
incrementar el quantum de lo que se les adeuda, aunque el bien, servicio o
perjuicio tenga a la fecha un valor nominal considerablemente mayor.
En la actualidad, es
una creencia arcaica identificar al deudor con la parte débil en la relación
obligacional. Acreedores son los dependientes; los proveedores de insumos de
otras empresas, generalmente más poderosas; los asegurados; los profesionales.
Grandes deudores suelen ser las macroempresas, el Estado, las compañías
aseguradoras y un largo etcétera de obligados económica o políticamente fuertes.
Quienes más sufren las consecuencias de la inflación son los acreedores
comunes; los destinatarios del derecho civil, que es el derecho común a todos
los seres humanos, sin distinción de nacionalidad, profesión u otras
circunstancias análogas[38].
Y los intereses
compensatorios o moratorios no resuelven la cuestión, por diferentes motivos:
* No todas las
relaciones jurídicas son de índole contractual, como para prever intereses
compensatorios, o contemplar convencionalmente los efectos de la mora. Además,
como lo expresé, en el largo plazo intereses no capitalizables o
insuficientemente capitalizables son negativos frente a la suba continua de
precios, cuyo crecimiento es exponencial (en tanto cada incremento se produce
en relación al aumento anterior).
* Hay numerosas
hipótesis en las cuales no se configura la mora del deudor, pero mantener
inalterada en términos nominales su prestación traería aparejado un
enriquecimiento sin causa y un correlativo empobrecimiento del acreedor. A
título de ejemplos:
Los supuestos
planteados en distintas oportunidades, de compraventas en las cuales, por mora
del vendedor en escriturar o cumplir otras prestaciones, el deudor no abonaba
el saldo, y luego pretendía desobligarse pagando valores históricos
depreciados. En esos eventos, tampoco podrían adicionarse intereses, ante la
ausencia de mora del adquirente.
Los honorarios por
trabajos devengados hace largo tiempo –en ocasiones, lustros y a veces décadas-
pero regulados o firmes varios años después. Los intereses recién corren a
partir de la mora del deudor, por lo que el importe de la deuda no experimenta
variaciones en ese lapso, pese a que el obligado en el mismo período –que lo es
desde el trabajo o la condena en costas- ha incrementado sus ingresos
nominales; y los precios han continuado su ascenso.
En todos esos casos
-y en general, en los que no exista mora del deudor, pero sí un plazo
dilatado en la percepción de las acreencias- se consagran manifiestan
injusticias, que son la negación del derecho.[39]
El rechazo a priori
de la utilización exclusiva de los índices de precios -cuando la referencia a un solo precio no es
representativa- no tiene fundamentos suficientes –ni siquiera el gobierno los
excluye, aunque los distorsiona- y es contradictoria con la permisión, para
ciertas deudas, del coeficiente de estabilización de referencia (CER). Si no se quiere generalizar la indexación, sería
más razonable someter a la prudencia judicial la utilización o no de
determinados índices, pero no proscribirlos absolutamente, porque en el largo
plazo, siempre es más realista adoptar un promedio ponderado, que tomar como
parámetro la evolución del precio de un solo bien, servicio o prestación, o
aplicar intereses que no compensan el deterioro del signo monetario.
7. En materia societaria
Algunas
disposiciones son compartibles –sociedad no regularmente constituida, sociedad
unipersonal- otras no, pero debieron ser materia de un debate mayor, y no
integrarse a un Código Civil y Comercial unificado.
7.1. El afortunadamente frustrado esbozo
de reforma a la ley de sociedades comerciales adicionado al proyecto de Código
Civil Unificado. Política grupal
7.1.1. Afortunadamente, no se sancionó el proyectado artículo 54 de
la ley de sociedades comerciales, que tal como estaba concebido, brindaba un ancho
campo para la expansión de los grupos económicos, y dentro de ellos, abría el
grifo para la impunidad de los perjuicios a la sociedad controlada y por ende a
sus socios. Dispone:
“En la ejecución de
una política empresaria en interés
del grupo es admisible la compensación
de los daños con los beneficios recibidos o los previsibles provenientes
de la aplicación de una política grupal durante un plazo razonable, siempre que
las desventajas a compensar no pongan en riesgo la solvencia o la viabilidad de
la sociedad afectada. Las resoluciones que se adopten y los votos que se emitan
privilegiando el interés grupal deben ser fundados y, si su relevancia lo
justifica, analíticamente motivadas y expresar precisas indicaciones sobre los
fundamentos y los intereses cuya valoración inciden en la decisión o el voto.”
A
contramano del repudio genérico al “abuso de una posición dominante” en el
mercado[40] y de su
lenguaje “progresista” en otras partes, entrañaba compurgar el predominio del
fuerte sobre el débil, del controlante sobre el controlado, de los accionistas
del grupo controlante sobre los socios “externos” al grupo. Legitimaba que la
sociedad controlante –más precisamente desde el punto de vista fáctico, el
grupo que de iure o de hecho ha logrado el dominio en el directorio de aquélla-
dañe a la sociedad controlada, que se vería así sacrificada en aras de un
impreciso “interés grupal”. El controlante, en su propio provecho, vería cohonestado
por el ordenamiento jurídico el perjuicio que cause a la sociedad controlada,
que es un rodeo para decir que quienes a la vez controlen la sociedad
controlante se beneficien a costillas de los socios extragrupales de las sociedades.
Al otorgarse efectos
jurídicos a un difuso “interés grupal” se desvanecía el fecundo concepto de
interés social, tan rico en consecuencias y proyecciones desde las perspectivas
societaria y concursal (arts. 70, 248, 272 de la ley 19.550; 161, inciso 2 de
la ley 24.522).
Ese “interés grupal” -que en la concepción institucionalista sería superior al interés de cada una de las sociedades integrantes- en la
práctica se identifica con el interés de los socios controlantes. Todo ello
tiene un muy cercano parentesco con la tesitura del alemán Rathenau del interés
de la “empresa en sí”[41],
totalmente contraria a las bases de nuestro sistema societario y de derecho
privado.
Los grupos
societarios afectan el regular funcionamiento de la sociedad como instrumento
contractual, que puede verse menoscabada por la presencia de un interés empresario
que persiga fines contrarios a su interés. Rechazo frontalmente la idea de un
“interés grupal” que pueda prevalezca sobre el interés social. Sin predicar la
ilicitud genérica del grupo societario ni del fenómeno del control[42],
no pueden compurgarse los desvíos del interés social con la invocación de un impreciso
“interés grupal” que, en los hechos, no es otra cosa que el interés de las
personas físicas o jurídicas que ejercen el poder dentro del grupo.[43]
La supuesta
superioridad de un “interés grupal” de jerarquía pretendidamente preeminente al
interés social, que autorice la causación de daños a las sociedades aisladas en
beneficio del alegado y conjetural balance positivo del grupo –que no es una
persona jurídica- no es otra cosa que la justificación, consciente o
inconsciente, del despojo de los accionistas minoritarios de la sociedad
controlada, a quienes la eventual utilidad consolidada del “grupo” no favorece
en nada.[44]
7.1.2. Las salvedades que estaban previstas carecían de toda
eficacia y daban lugar a interminables pleitos:
* La única presunta ventaja
“a compensar” será la propia pertenencia a un grupo “exitoso” –aunque puede no
serlo; no surgía del proyecto-, de dimensiones considerables y fuerte presencia
en el mercado. Las desventajas ciertas no tienen otro límite que “no poner en riesgo la solvencia o la viabilidad
de la sociedad afectada”.
¿Y si la decisión no
genera tales riesgos o éstos no son evidentes, pero es altamente perjudicial
para los socios minoritarios externos al grupo? Por ejemplo, no distribuir
jamás dividendos e invertir las ganancias en la sociedad controlante puede –o
no- poner en peligro la solvencia o la viabilidad de la controlada, pero sin
duda irroga un daño a los socios ajenos a la primera.
* Vender a precios
marcadamente inferiores a los de mercado, aunque sean superiores a los costos
contables; o comprar a valores sustancialmente mayores, u otorgar
financiaciones sin interés o con intereses notoriamente más bajos que los de
plaza; o realizar operaciones intragrupales con precios ficticios que conduzcan
a una menor tributación para el ente consolidado pueden ser malos negocios para
la sociedad controlada –y por ende para sus socios- aunque estrictamente no se
la sitúe en peligro inminente de cesación de pagos (que de todos modos puede
sobrevenir, y comenzarán las interminables, bizantinas e interesadas
disquisiciones sobre si tales actos tuvieron o no relación de causalidad con
aquélla).
* Las restantes
exigencias previstas en el proyecto eran puras formalidades, ya que el acta de
la asamblea o reunión de directorio –en su caso- siempre encontrará pretextos
para privilegiar el “interés grupal”, en desmedro de la sociedad controlada y
de los socios externos al grupo.
8. Supresión del carácter
retroactivo de la condición
La Exposición de
Motivos manifiesta que “se ha decidido sustituir el criterio general expresado
en el artículo 543 del CC, estableciendo que la condición no opera
retroactivamente[45].
Sin embargo, para valorar el verdadero alcance de la solución que se propone,
no puede omitirse que el radio de acción del efecto retroactivo se encuentra
severamente reducido en el Código Civil vigente, además de habérsele atribuido
incidencia en áreas en las cuales se logra por aplicación de otras normas.
Aunque el texto se aparta de la posición sustentada en los más recientes Proyectos
de Reformas al Código Civil (vg. el Proyecto de Código Civil de 1993 de la Comisión PEN y el Proyecto de
Código Civil de 1998), no puede soslayarse que el Anteproyecto de Bibiloni, el
Proyecto de 1936 y el Anteproyecto de 1954 siguieron el criterio que se propone,
al igual que la mayoría de los ordenamientos comparados. A través de la norma
proyectada, se resguarda mejor la seguridad del tráfico jurídico”.
A la inversa, considero que eliminar la retroactividad de la condición
significará un grave menoscabo a la seguridad jurídica, puesto que el pacto comisorio
–expreso o tácito- es una condición resolutoria cuyo hecho futuro e incierto es
el incumplimiento de la contraparte (artículo 1374 del Código Civil). Y no es
lo mismo, en orden a la protección del contratante cumplidor, reconocerle
derechos solamente ex nunc, que volver las cosas al estado anterior (artículos
543, 548, 555, 2669 y concordantes del Código Civil, según ley 340 aún
vigente).
9. Contratos
La resolución del
contrato es sometida a condicionamientos que, aunque no se lo quiera, pueden
promover la mala fe negocial:
El artículo 1083 del Código Civil y Comercial prescribe que si el deudor ha ejecutado
una prestación parcial, el acreedor sólo puede resolver íntegramente el
contrato si no tiene ningún interés en la prestación parcial, lo que será fuente
de interminables litigios en los que el deudor malicioso argüirá que el
acreedor sí tiene algún interés en la prestación parcial.
Para tener
por configurado el incumplimiento al efecto de la resolución, el artículo 1084 establece una serie de requisitos que confluyen a alentar aquél:
“…el incumplimiento debe ser esencial en atención a la finalidad
del contrato. Se considera que es esencial cuando: a) el cumplimiento estricto
de la prestación es fundamental dentro del contexto del contrato; b) el
cumplimiento tempestivo de la prestación es condición del mantenimiento del
interés del acreedor; c) el incumplimiento priva a la parte perjudicada de lo
que sustancialmente tiene derecho a esperar; d) el incumplimiento es
intencional; e) el incumplimiento ha sido anunciado por una manifestación seria
y definitiva del deudor al acreedor.”
Con tantas
alternativas para que el incumplimiento no se considere esencial, el precepto
incentivará los pleitos que, como se sabe, en nuestro país duran varios años.
10. Dilución de la responsabilidad del
Estado
El artículo 1764 del
Proyecto reza textualmente: "Inaplicabilidad
de normas. Las disposiciones de este título no son aplicables a la responsabilidad
del Estado de manera directa ni subsidiaria." En forma concordante, el
art. 1766 dispone: "Responsabilidad
del funcionario y del empleado público. Los hechos y las omisiones de los
funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones por no cumplir sino de
una manera irregular las obligaciones legales que les están impuestas, se rigen por las normas y principios del
derecho administrativo nacional o local, según corresponda.”
Se
sigue así una deplorable tendencia a excluir al Estado de los preceptos y
principios del derecho privado, que por sus frutos ha sido conocida. En los
últimos 23 años, el Estado se ha declarado al margen del derecho común, colocándose
en una situación de preeminencia, que atenta en su espíritu contra el axioma de
igualdad de las partes en el proceso (art. 14.1. del Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos). Esto, que ya era evidente en el campo
iuspublicista –por ejemplo, el derecho administrativo y el derecho tributario-
se extendió a las obligaciones comunes del poder público.
Es una tendencia que
se perfiló, desde distintos ángulos, con
la sanción de la ley 23.696, luego con la ley 23.982 de consolidación de deudas
y sus innumerables normas reglamentarias, a la que le sucedió la ley 25.344
–nueva consolidación- la ley 25.561 y sus correlativos decretos y normas infralegales.
Las provincias hicieron lo propio (en Tucumán, con las leyes 6.271, 6.987 y sus
prórrogas, que se extienden hasta el presente).
Pero no dejaban de
ser disposiciones que, con su anomalía, invocaban al menos como motivo o como
pretexto la emergencia. Mucho más grave es que todo un código de fondo exima al
Estado de sus previsiones directas en lo tocante al resarcimiento.
Las consecuencias del abandono del derecho civil
Como cruel paradoja,
históricamente las razones que se dieron desde el derecho público para
responsabilizar al Estado parecían un avance en la protección de las personas
contra los hechos u omisiones dañosos de los funcionarios. Así, se dijo que “cuando el Estado toma a su cargo una
función, asume la obligación de prestar el servicio respectivo en forma regular,
de modo que responde a las garantías que ha debido asegurar. Por consiguiente,
debe realizarlo en condiciones adecuadas al fin para el que ha sido establecido,
siendo responsable de los perjuicios que causare su incumplimiento o su irregular
ejecución” (La Ley, 12-123; La Ley, 1985-E, 43). Pero esa enunciación progresista
llevaba consigo el germen de la eliminación del derecho civil en lo
concerniente a la responsabilidad del Estado, cuando a continuación se expresaba:
“principios éstos que si bien hallan su
inicial fundamento en normas de derecho privado, resultan plenamente aplicables
a las relaciones que se rigen por el derecho público” (Fallos, 182:5,
307:1507).
La “idea objetiva de
la falta de servicio” traía el venenoso y seductor perfume de la aparente mayor
facilidad de encontrar un responsable directo por los incumplimientos de
prestar aquel servicio, sin indagar
sobre la culpa del dependiente. En esa inteligencia, se entendió que “no se
trata de una responsabilidad indirecta...la actividad de los órganos o funcionarios
del Estado realizada para el desenvolvimiento de los fines de las entidades de
las que dependen, ha de ser considerada propia de éstas, que deben responder de
modo principal y directo por sus consecuencias dañosas”[46].
Asimismo,
se agregó que tal responsabilidad “encuentra fundamento en la
aplicación por vía subsidiaria
del art. 1112 del Cód. Civil que establece un régimen de responsabilidad por
los hechos y las omisiones de los funcionarios públicos en el ejercicio de sus
funciones, por no cumplir sino de una manera irregular las obligaciones legales
que les están impuestas, lo cual pone en juego la responsabilidad extracontractual
del Estado en el ámbito del derecho
público, la cual no precisa[47], como fundamento de derecho positivo,
recurrir al art. 1113 del Cód. Civil al que han remitido sentencias anteriores
de la Corte Suprema en doctrina que sus actuales integrantes no comparten”[48].
Sonaban –atronaban- las campanas por el derecho público, y gran parte de los
juristas aplaudía el progreso. ¡Nada de códigos decimonónicos! Arraiguemos la
responsabilidad del Estado en el derecho público, parecía –y parece- ser la
consigna.
La doctrina se
reiteró en otros precedentes del tribunal cimero[49],
siempre sobre las bases de que:
* La fuente de la
obligación estatal de resarcir los daños que provoquen sus empleados o
funcionarios por acción u omisión en el ejercicio de sus funciones es la
doctrina objetiva de la falta de servicio.
* Su soporte se halla
en el derecho público, y no se trata de una responsabilidad indirecta, “toda vez que la actividad de los órganos o
funcionarios del Estado realizada para el desenvolvimiento de los fines de las
entidades de las que dependen ha de ser considerada propia de éstas, que deben
responder de modo principal y directo por sus consecuencias dañosas” .
* La aplicación del
derecho privado sería meramente subsidiaria, y no se requiere invocar el
artículo 1113 del Código Civil.
La recurrencia al
derecho público, si bien parecía progresista y que tendía a ensanchar las
posibilidades de obtener un resarcimiento por el damnificado, se mostró como
una “poisonous pill”.
Habiendo irrumpido
el derecho público en el campo de la reparación civil, la Corte Suprema, abandonando
lo que había sido su jurisprudencia constante[50],
a partir del caso “Barreto, Alberto D. y
otra vs. Provincia de Buenos Aires y otro” (21-3-2006, La Ley, 2006-C, p. 172; Fallos, 329:759), comenzó a
declinar la competencia originaria que constitucionalmente tiene (artículo 117
de la Carta Magna), en las causas en que particulares domiciliados en alguna
provincia, demandaron a otras provincias, con sustento en el artículo 1112 o
eventualmente el art. 1113 del Código Civil.
Las razones que dio
el Superior Tribunal no son convincentes, no sólo porque abdica de la
jurisdicción exclusiva que la Ley Fundamental le asigna, sino porque sus obiter
dictum constituyen aserciones dogmáticas y sin sustento constitucional:
* Da por sentado que
la “responsabilidad civil de los estados de provincia por la llamada falta de
servicio” está regida por el derecho público local (considerando 5°), cuando es
evidente que de ordinario, las provincias no la regulan ni constitucionalmente
deben hacerlo, pues lo atinente al cumplimiento de las obligaciones y las
consecuencias de su incumplimiento pertenecen al derecho de fondo y corresponde
exclusivamente al Congreso de la Nación establecer reglas únicas, que se
apliquen en todo el territorio de la república (artículo 75, inciso 12 de la Carta Magna).
En esa dirección, el
Superior Tribunal ha puesto de resalto reiteradamente que “dado que la regulación de los aspectos sustanciales de las relaciones
entre acreedor y deudor corresponde a la legislación nacional, las provincias
no pueden dictar leyes incompatibles con
lo establecido al respecto en los códigos de fondo, pues como delegaron en la
Nación la facultad de dictarlos deben admitir la prevalencia de las leyes del
Congreso Nacional y la necesaria limitación de no dictar normas que la
contradigan" [51];
y "…cualesquiera que sean las
disposiciones que contengan las leyes locales tendientes a sustraer de la
acción de los acreedores los bienes, recursos y rentas del Estado contrariando
los derechos y garantías que acuerda la ley civil, no pueden válidamente ser
invocadas, pues las relaciones entre
acreedores y deudor son de exclusiva legislación del Congreso Nacional.”[52]
Sancionado ya el
proyecto, olvidemos toda esperanza. Los vínculos jurídicos entre ambos, su
regulación y efectos, pasarán al poco confiable ámbito del derecho público, que
puede traducirse, in factum, en “el derecho a no pagar”. El derecho a incumplir
las sentencias judiciales. El derecho a licuar las propias deudas. El derecho a
imponer al beneficiario de una sentencia firme de condena, que atraviese por
las horcas caudinas de un procedimiento administrativo ante el Poder Ejecutivo,
para recibir títulos públicos cuando se antoje a éste; que llegado el momento
serán defaulteados impunemente.
* La recurrencia al
“ordenamiento normativo infraconstitucional”; a que “tampoco se verifican
óbices constitucionales para que las partes voluntariamente excluyan
a controversias de esta naturaleza de la competencia originaria del Tribunal”;
y que se “ha aceptado el voluntario sometimiento, aun tácito, a los
tribunales inferiores de la Nación” patentizan la ausencia de
verdaderos argumentos basados en la Ley Suprema.
* Después de proclamar acertadamente que “el
objeto de la jurisdicción originaria conferida por los arts. 116 y 117 de la
Constitución Nacional en asuntos…de distinta vecindad —o extranjería— de la
parte litigante con una provincia no es otro… que darles garantías a los
particulares para sus reclamaciones, proporcionándoles jueces al abrigo de toda
influencia y parcialidad” (considerando 7°) la Suprema Corte contrapone a ello la
autonomía de los estados provinciales (considerando 7°), lo que, llevado hasta
sus últimas consecuencias, entrañaría negar su competencia constitucional en
todos los casos en que resulte demandado un estado local.
* A continuación, el
mentado tribunal avanza nuevamente sobre el derecho privado y retrocede
respecto de su competencia, excluyendo del concepto de causa civil a las
hipótesis en las que “a pesar de demandarse restituciones, compensaciones o
indemnizaciones de carácter civil, se requiere para su solución la aplicación
de normas de derecho público provincial o el examen o revisión, en sentido
estricto, de actos administrativos, legislativos o judiciales de las
provincias” (considerando 8°). Tales disposiciones de derecho público
provincial no existen, y a partir de la reforma del Código Civil, nos encontraremos
con una disyuntiva que de cualquier manera se traducirá en una reducción de los
derechos de los justiciables:
a) Suponiendo que se
sancionen normas provinciales, la responsabilidad civil del Estado quedará tan
fragmentada como estados locales existen, más la regulación que establezca el
Congreso para las demandas contra el Estado Nacional. Se fijarán distintos
plazos de caducidad para accionar –que, dejando de lado las diferencias
doctrinarias, responden a la misma finalidad que la prescripción- lo que hará
trizas el principio de unidad de la responsabilidad civil.
b) En las provincias
que no se legisle sobre el resarcimiento por el Estado de los daños ocasionados
por hechos o faltas de servicios –hasta ahora, es lo que ha sucedido- quedará
en una zona de penumbra e indefinición el régimen de la reparación, dado que no
se dispondrá de un código único.
No hay ningún motivo
de entidad lógica y axiológicamente suficiente para apartar de las reglas
generales de la responsabilidad civil –en un proyecto de código que unifica la
que tiene origen contractual y extracontractual- al Estado. Ya se halla éste,
en los hechos, situado al margen del ordenamiento jurídico cuando se trata de
cumplir las condenas judiciales; ya el Superior Tribunal se ha desembarazado de
las causas civiles o de la inmensa mayoría de ellas, pretendiendo que no
revisten ese carácter los juicios por actos u omisiones en sus funciones de miembros
de los tres poderes. Y como no es imaginable un supuesto de responsabilidad
civil del Estado sin que medie un hecho –positivo o negativo- de algún
funcionario público, la “administrativización” de aquélla queda consumada sin
dejar resquicios para la aplicación de un derecho privado que unifique los
presupuestos del deber de indemnizar, su extensión y la forma de hacer
efectivas las condenas, así como lo relativo a la prescripción.
Otra consecuencia de
conceptuar al régimen de la responsabilidad del Estado como sometida al derecho
público local –cuando se demande a las provincias- o nacional –si se acciona
contra la Nación- será la minimización de las causas que lleguen al tribunal
superior por vía de recurso extraordinario, puesto que en principio son
cuestiones ajenas al remedio federal las que revisten aquel carácter. La Corte
se sustraerá al ejercicio de la jurisdicción originaria que constitucionalmente
le compete, y desestimará la mayoría de las apelaciones extraordinarias, con el
agravante de que el justiciable no dispondrá de la garantía de una competencia
reglada, sino de una jurisdicción apelada ejercitable discrecionalmente
(artículo 280 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación).
Por un juego de pinzas, el damnificado cada
vez tendrá menores garantías para hacer responsable al Estado nacional,
provincias o municipios: múltiples normativas diferentes para hechos u
omisiones sustancialmente iguales; sumisión a los tribunales de las provincias,
de parte de litigantes de otras provincias, dejando de lado el origen y
justificación histórica de la competencia originaria y exclusiva del tribunal
cimero, que tiene rango constitucional y que ha sido virtualmente dejada sin
efecto, por vía pretoriana; distintos plazos de caducidad y disímiles requisitos
formales para demandar, según el Estado nacional o provincial que resulte
accionado; diversos sistemas para el pago de las condenas judiciales, todos
ellos gobernados por heterogéneas leyes locales de emergencia y de
consolidación de deudas, pero homogéneas –eso sí- en la dilación extrema del
cumplimiento de las sentencias, y la administrativización del procedimiento de
cobro.
El derecho administrativo no rige ni
debe regir la cuestión
La obligación de
reparar los daños comprende a todo aquél que causa un perjuicio a otro. No
existe ningún justificativo racional para que el derecho que rija el
resarcimiento se traslade a la órbita del derecho público, porque el empleado o
funcionario que constituya el agente directo del daño –por acción, por omisión,
por dolo o por culpa- sea del sector público, privado, trabajador autónomo o
rentista. El principio de igualdad ante la ley (art. 16 de la Constitución
Nacional), que se extiende a la igualdad de las partes ante el proceso (art.
14.1. del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; art. 75, inciso
22 de la Carta Magna), no consiente que se impongan óbices formales y
sustanciales al progreso de la acción, a su trámite y a la ejecución de la sentencia
condenatoria, distintos a los propios de una persona jurídica de derecho
privado. No se advierte qué puede aportar el derecho público, que no sean obstáculos
al pleno reconocimiento y pago de los perjuicios irrogados.
El ejemplo
arquetípico de inscripción dolosa o negligente de una
escritura falsa en el registro inmobiliario no puede ser dirimido acudiendo
al derecho administrativo, que no establece otras responsabilidades que
las disciplinarias en cabeza de los agentes, pero no los efectos jurídicos de tamañas
aberraciones frente a terceros no administrados, ni debe hacerlo de modo diferenciado
de la legislación civil.
El derecho público
probablemente regulará las sanciones –habitualmente inexistentes- contra un
empleado que anote una escritura falsa, en un asiento con una fecha igualmente
fraudulenta. Pero no debe normar la responsabilidad civil del Estado, por
ser la legislación al respecto privativa del derecho de fondo (arts. 43, 505,
1112 y 1113 del actual Código Civil), materia reservada en forma excluyente al
Congreso de la Nación
(art. 75, inciso 12). Y esa zona de reserva del Poder Legislativo de la Nación
no puede ser dejada de lado a través de un Código Civil y Comercial que
reniegue de ella. De generalizarse ese criterio, amplísimos campos del derecho
privado podrían ser dejados en manos de las provincias.
Cuando un particular
demanda al Estado por daños y perjuicios extracontractuales, no ha trabado con
anterioridad ninguna relación jurídica de derecho público con él. Su crédito
resarcitorio nace con el hecho dañoso, y es inaceptable –por muchos que sean
los fallos del Superior Tribunal al respecto- que se procure incardinar esa
cuestión en el derecho público, o en el derecho administrativo, nacional o local.
La obligación de reparar enraíza en el derecho privado, aunque se lo niegue.
11. Sucesiones
El
proyecto se aparta de la mejor doctrina –y del régimen del Código Civil según
surge de la nota al artículo 3313- y dispone en su art. 2288 que “el derecho de
aceptar la herencia caduca a los 10 años de la apertura de la sucesión. El heredero
que no la haya aceptado en ese plazo es tenido por renunciante”.
Es
criticable que se presuma la abdicación de un derecho, cuando su adquisición se
produce por la sola muerte del causante (artículos 3417 y 3420 del Código
Civil), y lo que debe presumirse por el transcurso del tiempo es la pérdida de
la facultad de renunciar; acorde con el apotegma de que las renuncias no se
presumen (art. 874 C. Civ.).
12. Prescripción
Considero
cuestionables en general las reducciones de los plazos de prescripción, y la
regulación de la caducidad como figura autónoma, por abundante que sea la
doctrina en ese sentido. Cuando la regla es que todo lo que conduzca a la
extinción de un derecho debe ser de apreciación restrictiva en la
interpretación, el legislador amplía las posibilidades de que aquél fenezca,
mediante la reducción de los términos extintivos.
Igualmente, es
disvalioso que en la acción de nulidad o de inoponibilidad de actos jurídicos, el plazo se compute para
el tercero desde que “se conoce o puede conocer el vicio del acto
jurídico” (artículo 2563, incisos c y f), y no desde el efectivo conocimiento
(artículo 4030 del actual Código Civil). La mejor doctrina ha señalado que “el cómputo
del plazo de prescripción de la acción de simulación invocada por un tercero se
inicia desde el momento en que el impugnante toma conocimiento del carácter
ficticio del acto, debiendo ser ese
conocimiento cierto, cabal, no bastando las simples sospechas aunque
posteriormente lleguen a confirmarse...”[53]
El hecho
de que el tercero pueda tomar conocimiento de un acto simulado –consultando
periódicamente en los registros- no significa que efectivamente lo conozca; y
se alientan los actos simulados e ilícitos, ante la abreviación que implica el
cambio del dies a quo para el cómputo de la prescripción.
13. Caducidad
Es
insostenible la rotunda e inexorable proclama de que “los plazos de caducidad
no se suspenden ni se interrumpen, excepto disposición legal en contrario”
(artículo 2567).
En los
casos de fuerza mayor o de imposibilidad fáctica o moral de accionar, la
suspensión debe operar de igual modo que la prescripción; exaempli gratia, entre
cónyuges o convivientes (artículo 2543, incisos a y b). Es inicuo que, durante
el matrimonio, pueda producirse la caducidad –si es que así se la reputa, y no
prescripción[54]- del artículo 251 de la ley 19.550; y que en una sociedad entre cónyuges
(artículo 27 de dicha ley), uno de los esposos o convivientes pueda verse
sorprendido en su buena fe, sin que su estado matrimonial o convivencial
constituyan obstáculos para la pérdida de sus derechos a manos del consorte o
compañero inescrupuloso, que urda una convocatoria de asamblea con publicidad
edictal (artículo 237 de la LSC) in absentia o con desconocimiento de su socio
y cónyuge.
Sea que se
entienda que el término es de prescripción o de caducidad, debería estar
suspendido (artículo 3969 del Código Civil; art. 2543 del Código Civil y
Comercial) pues si ambas instituciones son análogas y reconocen parecidos
basamentos, la ratio iuris para su suspensión es idéntica.
Es una
simple muestra de lo postulado. Otra lo sería el de quien votó favorablemente
una decisión asamblearia estando viciada su voluntad (artículo 251 de la LSC).
El plazo no puede correr sino “desde que cesa la violencia o desde que el error
o el dolo se conocieron o pudieron ser conocidos” (artículo 2563, inciso a del Código
Civil y Comercial), aunque se lo repute de caducidad y no de prescripción.
En
síntesis: las razones para considerar susceptible de suspensión un término de
prescripción, son plenamente aplicables a la caducidad. Si el ordenamiento
jurídico debe ser interpretado como un todo armónico y coherente –doctrina
afirmada y reiterada por la Corte Suprema de la Nación en múltiples
pronunciamientos- no es admisible la inconsecuencia de otorgar tratamiento
disímil a situaciones sustancialmente iguales.
IV. PARA CONCLUIR
Es
imposible abordar todas las cuestiones, interrogantes y certezas acerca de lo
que estimo errado, cuestionable u opinable en el Código Civil y Comercial, en
el acotado espacio de un artículo. Creo que en el balance entre las proclamadas
virtudes, y los defectos del proyecto, los grandes perdedores serán la
seguridad jurídica y el común de los habitantes.
Buena parte de los preceptos que se quieren
introducir en el Código Civil Unificado –matrimonio igualitario, protección del
consumidor, cambios en la ley de sociedades comerciales y un largo etcétera- ya están incorporados en nuestro
ordenamiento jurídico, o están en vías de serlo, con o sin reforma del Código
Civil y unificación con el Código de Comercio.
Para refaccionar
una casa no es necesario destruirla. El Palacio de Versailles está algo viejo, pero
sería un crimen histórico reemplazarlo por una pieza de arquitectura contemporánea.
En Francia, un país progresista, coexisten las joyas de sus construcciones
góticas y clásicas con el moderno centro de La Défense; mas no se ha demolido
lo antiguo para edificar lo nuevo.
Se ha descartado lo archiconocido y
mejorado por más de ciento cuarenta años de interpretación para efectuar cambios
que –aun los buenos, o que así los consideren los redactores- pudieron adicionarse
a otros cuerpos normativos, o formar regímenes especiales sin abrogar el venerable
Código Civil.
[1] ARTICULO 9° — Dispónense como normas transitorias de aplicación del
Código Civil y Comercial de la Nación, las siguientes:
Primera. “Los derechos de los pueblos
indígenas, en particular la propiedad comunitaria de las tierras que
tradicionalmente ocupan y de aquellas otras aptas y suficientes para el
desarrollo humano, serán objeto de una ley especial.” (Corresponde al artículo 18
del Código Civil y Comercial de la Nación).
Segunda. “La protección del embrión no
implantado será objeto de una ley especial.”(Corresponde al artículo 19 del
Código Civil y Comercial de la Nación).
Tercera. “Los nacidos antes de la
entrada en vigencia del Código Civil y Comercial de la Nación por técnicas de
reproducción humana asistida son hijos de quien dio a luz y del hombre o la
mujer que también ha prestado su consentimiento previo, informado y libre a la
realización del procedimiento que dio origen al nacido, debiéndose completar el acta de
nacimiento por ante el Registro Civil y Capacidad de las Personas cuando sólo
constara vínculo filial con quien dio a luz y siempre con el consentimiento de
la otra madre o del padre que no figura en dicha acta.” (Corresponde al
Capítulo 2 del Título V del Libro Segundo del Código Civil y Comercial de la
Nación).
Cuarta. “La responsabilidad del Estado
nacional y de sus funcionarios por los hechos y omisiones cometidos en el
ejercicio de sus funciones será objeto de una ley especial.” (Corresponde a
los artículos 1764, 1765 y 1766 del Código Civil y Comercial de la Nación).
[2] Plaza & Janés Editores S.A., traducción de Ramón Hernández, 4ª
edición, 1998.
[3] Ediciones B S.A., 2002, páginas 35 (“No existe garantía...de que la tecnología dé siempre unos resultados
políticos tan positivos...”), 144 (“Sobre el campo de la genética se ha cernido la sombra de la eugenesia:
es decir, la reproducción premeditada de determinados individuos encaminada a
la potenciación de ciertos rasgos heredables”), 255 (“Merece la pena reflexionar acerca del efecto que tendrá la aparición
de una clase genéticamente superior sobre el concepto de dignidad humana
universal, 283 (“...resulta razonable
preguntar, sobre una base no
religiosa, si los investigadores deberían ser libres de crear, clonar y
destruir embriones humanos a su voluntad...”).
[4] El artículo 577 establece que “no es admisible la impugnación de la filiación matrimonial o
extramatrimonial de los hijos nacidos mediante el uso
de técnicas de reproducción humana asistida cuando haya mediado consentimiento
previo, informado y libre a dichas técnicas, de conformidad con este Código y
la ley especial, con independencia de quién haya aportado los gametos. No es admisible
el reconocimiento ni el ejercicio de acción de filiación o de reclamo alguno de
vínculo filial respecto de éste”.
[5] "El nacimiento del
mundo occidental. Una nueva historia económica”, Siglo XXI Editores, 1978.
[6] SAMUELSON-NORDHAUSS, Economía,
18ª edición, 2008, Mc Graw-Hill Interamericana Editores S.A., México,
páginas 107-108.
[7] El vacilar de las cosas, Editorial
Sudamericana, 5ª edición, 1995, páginas 222-223.
[8] Corte Suprema de la Nación, “Gauna,
Jorge R. y otros c. Provincia de Corrientes”, 23-5-2000, La Ley 2000-E,
474; Fallos, 323:1240. Quedaría equiparado a los bienes del dominio público
estatal (CSN, 18-9-2012, “Vila, Alfredo
Luis c. Poder Ejecutivo Nacional”, La Ley, Suplemento de Derecho
Administrativo, 21 de noviembre de 2012, páginas 25-28), lo que supone una
prerrogativa extraordinaria y que rebasa las previsiones del texto constitucional.
[9] HÉCTOR LAFAILLE, “Tratado de los Derechos Reales”, Ediar, 1945,
Vol. I, parágrafo 569, pág. 447.
[10] La obligación de habitar un fundo rural nos trae
reminiscencias de la servidumbre de la gleba. Si bien el aborigen no está
sujeto a la tierra como en la propiedad feudal, si quiere mantener la propiedad
comunitaria en cuya explotación quizás invirtió esfuerzo, tiempo y recursos,
debe continuar ocupándola.
[15] A título de ejemplo, lo resuelto por la Corte
Suprema de la Nación in re “Harguinteguy,
Julio C. y otros en: "Loeffler, Pablo E. c/ Torlaschi, Enrique C."
(ED, 80-688, Agosto 16-1978): Quienes actúan en ejercicio de la acción
subrogatoria prevista en el art. 1196 del Código Civil, tienen interés jurídico
para solicitar la revocación de la sentencia que rechazó una demanda de
escrituración, aun cuando en virtud de otra sentencia dictada en juicio seguido
por ellos contra el actor éste haya sido condenado a cumplir su obligación de escriturar subsidiariamente a indemnizar
daños y perjuicios".
En
el caso sub examine –así como en el citado anteriormente- el deudor subrogado
no era remiso en ejercer sus derechos, sino derrotado procesalmente, aunque la
sentencia no estuviera firme.
Por
cierto, no puede considerarse que la falta de agotamiento de todos
los recursos, incluido el extraordinario, implique un accionar negligente o
remiso. Pero con igual evidencia, esa omisión del deudor, por justificada que
sea, no debe perjudicar a su acreedor.
[16] La Corte Suprema de la Nación ha dicho que “la subrogación que concede al acreedor el
art. 1196 del Código Civil se opera de pleno derecho...sin necesidad de...
subrogarse en forma convencional o que la autorice el juez, ni de previa interpelación" (CS, Noviembre 17-1967, ED,
22-10; La Ley, 129-654).
[17] Art. 5° “Mantiénese, con
las excepciones y alcances establecidos en la presente ley, la redacción
dispuesta en el artículo 11 de la Ley N° 23.928, para los artículos 617, 619 y
623 del Código Civil.”
[18] Resoluciones de la AFIP N°s 3210/11 y 3333/12; Comunicaciones A 5236
, A 5245, A 5309 y A 5318 y otras del BCRA que puedan haberse omitido en este
listado, o haberse emitido con posterioridad a esta ponencia.
[19] No solamente el dólar estadounidense o el euro, sino –dentro del
Mercosur- el real brasileño o el peso uruguayo. La adquisición de monedas de
países hermanos, integrantes de un mercado común, también está bajo sospecha,
control y eventual punición.
[20] El codificador no siguió al Código francés al respecto, cuyo art.
1895 sí era claramente nominalista. Literalmente, el art. 619 derogado en 1991
expresaba: "Si la obligación del deudor fuese de entregar una suma de
'determinada especie o calidad' de moneda corriente nacional, cumple la
obligación dando la especie designada, u otra especie de moneda nacional 'al
cambio' que corra en el lugar el día del vencimiento de la obligación.”
[21]
MOSSET ITURRASPE, Jorge - LORENZETTI, Ricardo L., Derecho monetario, Ed. Rubinzal-Culzoni,
1989, cap. III, ps. 82 y 83 y sus citas en la nota 4.
[22] “Nos abstenemos de proyectar leyes para resolver la cuestión tan
debatida sobre la obligación del deudor, cuando ha habido alteración en la
moneda, porque esa alteración se ordenaría por el Cuerpo Legislativo Nacional,
cosa casi imposible..."
[23] La indexación de las deudas
dinerarias como principio constitucional, en ED, 72-697.
[24] "Provincia de Santa Fe c. Carlos Aurelio Nicchi", Fallos:
268: 112 --La Ley, 127-164.
[25] "Cukierman, León c. Coviella Murias, Carlos y otros",
Fallos: 307:1, 1264 y sigtes; "Balpala Construcciones S.A. c. Dirección
Nacional de Vialidad", sent. del 5/12/89, publ. en La Ley, 1990-C, 445 y
"Corporación Cementera Argentina S.A. c. Rocchietti S.A.", sent. del
7/11/89, publ. en La Ley, 1990-C, 622, N° 1978.
[26] 1-9- 1987, "Williams, Alberto A. y otra c. Banco Hipotecario
Nacional", La Ley, 1988-B, 787, N°
1631; 22-9-1987, "Sánchez Santamaría, Jacinto c. Gobierno Nacional",
La Ley, 1988-B, 787, N° 1635; 7-6-1988,
"Sanatorio Otamendi y Miroli S.A. c. Petrone, Mauricio", La Ley,
1988-E, 678, N°s 1035 y 1036, etcétera.
[27] RODOLFO SPISSO, Derecho
Constitucional Tributario, Ed. Depalma, 1991, capítulo XIII, y los numerosos
fallos allí citados.
[28] RUDIGER DORNBUSCH Y STANLEY FISHER, Macroeconomía, Ed. Mc Graw-Hill Interamericana de España, 4ª edición,
1990, capítulo 17, págs. 700-702.
[29] Conforme con la doctrina de las "bases del negocio"
(LARENZ), es obvio que no puede el intérprete marginar del análisis la presunta
causa fin –objetiva y subjetiva- del
acto jurídico; que debe tenerse en cuenta no sólo en la génesis de éste, sino a
lo largo de todo su desenvolvimiento.
[30] Y aun de no ser elevadas, en el largo plazo tienen un efecto
acumulativo que reduce a la nada todo valor nominal.
[31] Gráficamente señala JUAN
CARLOS VENINI (“La revisión del contrato y la protección del adquirente”, Editorial
Universidad, 1983, pág. 121): “Cuando un juez tiene que decidir una
controversia, haciendo lugar a una demanda de cumplimiento de contrato disponiendo
la escrituración de un valioso inmueble por un precio que no alcanza tan
siquiera para adquirir un paquete de golosinas, el andamiaje en que se apoyaba
–hasta ese momento- su ciencia entra en crisis...”
[32] Así lo entendió el Superior Tribunal en un litigio en que estaba en
juego la base para el cómputo de la indemnización laboral, in re "Vega, Humberto A. c/ Consorcio de
Propietarios del Edificio Loma Verde y otro", La Ley, 1994-C, pág. 82,
Nº 92.251, con cita de Fallos, 301:319, considerando 6º.
[33] Código Civil Comentado,
Anotado y Concordado, dirigido y coordinado por BELLUSCIO y ZANNONI, t. 3,
p. 23, comentario al art. 581, Ed. Astrea, 1988.
[34] MOSSET ITURRASPE, en Derecho
monetario de Mosset Iturraspe y Lorenzetti, Ed. Rubinzal-Culzoni, 1989, p.
64.
[35] Una nuestra elocuente de esa cosmovisión de la economía, la
política y el derecho es la doctrina seguida por la Corte Suprema de la Nación
in re "Bustillo c. Café Paulista" (marzo 5-1953). El maestro Llambías
–a quien tanto debe en otros aspectos la ciencia jurídica argentina- al
redactar su anteproyecto de Código Civil de 1954, no quedó ajeno a esa concepción. La nota al art. 903 del anteproyecto
está impregnada por una concepción socio-política que minusvalora a la libertad
contractual, y piensa que el fortalecimiento del signo monetario nacional se
puede imponer por actos de autoridad.
Igualmente, como arquetipo de esa
postura que considero errada, ver BOSCH, Francisco Miguel, Indexación o Soberanía, La Ley, 1978-C, 736-740.
[36] Por cierto que en las obligaciones a plazo, si se pactó la entrega
de una determinada suma de dinero, a un plazo determinado o indeterminado pero
de corta duración, el deudor se desobligará dando en el tiempo acordado la
cantidad nominal; pero no por el principio nominalista, sino por la autonomía
de la voluntad (art. 1197); en cuanto la intención verosímil de las partes haya
sido ésa, y no sean aplicables los institutos del abuso de derecho o la imprevisión.
[37] KENETH BOULDING, "Análisis económico", Ed. de Revista de
Occidente en Alianza Editorial, 9ª edición, capítulo 34, p. 845.
[38] JORQUE JOAQUÍN LLAMBÍAS, “Tratado
de Derecho Civil. Parte General, 14ª edición, 1991, Editorial Perrot,
Buenos Aires, Tomo I, pág. 47.
[39] Fallos, 271:130); idem, Corte Suprema de la
Nación in re "Faguetti, Aurora c. Frigorífico General Deheza S.A.",
4-2-1986, La Ley, 1986-C, pág. 108; 7-4-1992, “Monastirsky, Salomón y otro c/ Falcone, Sergio y otro", La
Ley, 1992-E, pág. 711; nº 403; 3-12-1993, "Vega,
Humberto A. c/ Consorcio de Propietarios del Edificio Loma Verde y otro",
La Ley, 1994-C, pág. 82, Nº 92.251, con cita de Fallos, 301:319, considerando
6º; BUSTAMANTE ALSINA, Jorge,
"La iniquidad del fallo como causal
de arbitrariedad de la sentencia" , El Derecho, t. 155, pág. 181.
[40] Si es reprochado normativamente el abuso de una posición dominante
en el mercado (artículo 11 del Proyecto) –pese a que esa situación no impide
por completo la competencia- el controlante tiene una posición de predominio
absoluta y sin contrapesos con relación a la sociedad controlada. El hecho que
ese control no se ejerza en el mercado no debería hacer que se compurgue
legislativamente lo que lo que genéricamente se considera indeseable e ilícito.
[41] JAIME LUIS ANAYA, Consistencia del interés social, “en Anomalías Societarias”, Ed. Advocatus,
Córdoba, 1996, pág. 234.
[42] Lo que sería contrario tanto a la legislación argentina tanto societaria
(artículos 32, 33, 54, etc.), como concursal (arts. 172 y 161, ley 24.522).
[43]
Así nos lo sugiere el más elemental realismo. Dentro de los grupos los
administradores siguen siendo designados en el seno de cada una de las
sociedades integrantes. Suponiendo que exista y que los directores tengan la
virtud de aprehender un concepto y una realidad tan difícil de asir como el
“interés grupal”, ¿en nombre de qué principio respetable de derecho ha de
admitirse que traicionen el interés de la sociedad que los ha nombrado precisamente
para que sean custodios de aquél, y no intérpretes de un pretendido interés
suprasocial?
[44] Esa supuesta superioridad del “interés grupal” ha sido rechazada
por la Corte de Casación italiana en el caso “Acceti e altri c/ SIAC Assicurazioni S.P.A. “, 8/5/91, citado por ANA MARIA
M. DE AGUINIS en su obra “Control de sociedades”, Ed. Abeledo
Perrot, 1996, págs. 97-98.
[46] CSN, 18-12-84, “Vadell Jorge c/ Provincia de Buenos Aires s/ indemnización”.
[47] Muy distinto era que se considerase que la responsabilidad del
Estado no precisa remitirse al artículo 1113 del Código Civil, a
descartar su aplicación.
[48] CSN, 4 de junio de 1985, “Hotelera
Río de la Plata, S. A. c. Provincia de Buenos Aires”, La Ley, 1986-B, 108.
[49] CSN, 19 de septiembre de 1989, “Tejedurías Magallanes, S. A. c. Administración Nac. de Aduanas”,
La Ley, 1990-C, 454; 10 de diciembre de 1992, “Agencia Marítima Rioplat S. A. c. Capitán y/o Armador y/o Propietario
Buque Eleftherotria”, La Ley, 1993-E, 115; 5 de octubre de 1995, “Menkab S.A. c. Provincia de Buenos Aires y
otros”, La Ley, 1996-E, 139; 25 de septiembre de 1997, “L., B. J. y otra c. Policía Federal Argentina”, La Ley, 1998-E, 528; 4 de marzo de 1997, “Viento Norte -Herederos de Bruno Corsi S.
R. L.- c. Provincia de Santa Fe”, La Ley, 1998-F, 904, J. Agrup., caso
13.398, entre muchos.
[50] “Vadell,
Jorge F. c. Provincia de Buenos Aires”, 18-12-1984, considerando 1°; “Etcheberry, Oscar I. y otros c. Provincia de Buenos Aires”, 27-8-1985, considerando 1°, La Ley
1985-E, 43; “Brumeco S.A. c. Provincia de Buenos Aires”, 18-9-1990, considerando
1º, La Ley 1991-A, p. 186; “Borda, Guillermo A. c. Provincia de Buenos Aires”, 27-6-2002,
considerando 1°, La Ley
Online , AR/JUR/6894/2002; Fallos, 325:1585; “Decker, Guillermo A. c. Provincia de
Buenos Aires”, 16-5-2000, La Ley 2001-D, p. 851; Fallos,
323:1192; “Sucesión
de Rosa Cosenza de Varela y otro c. Provincia de Buenos Aires”,7-3-1995, considerando
5°, La Ley Online ,
AR/JUR/4440/199, Fallos, 318:286.
[51] CSN, 8-7-997 "Sandoval, Héctor c/ Provincia del
Neuquén".
[52] Fallos, 184:566; 188:383; 188:563/4; 121:250; 121:330; 119:117;
119:372; 176:232; 175:338; 172:11; 171:431; Doctrina Judicial, 1989-I-355,
6-9-1988, "Provincia de Salta c.
Estado Nacional"; 8-7-1997, "Sandoval
Héctor c/ Provincia de Neuquén", La Ley, 1997-C, pág. 404; “Provincia del Neuquén c. Estado nacional”,
15-12-1998, La Ley 1999-B , 684, DJ 1999-2 , 302 ; “Pérez, María Elisa y otra c. Provincia de San Luis y otro”, 16-3-1999,
La Ley Online, AR/JUR/5139/1999; “Kasdorf
S.A. c. Provincia de Jujuy”, 27-5-1999, La Ley Online, AR/JUR/5137/1999; “Administración Federal de Ingresos
Públicos c. Empresa Provincial de la Energía”, 6-4-2004, etc.
[53] Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, sala K, 30-9-1999, “Marinelli, Antonio c/ Santinelli Abalo,
Raúl A.”, La Ley ,
10 de mayo de 2000; CNCiv., sala I, 5-10-2004, “Celso, Lidica c. Chiarelli, Juan”, La Ley , 28 de diciembre de 2004,
p. 5, n° 108.467.
[54] Por la prescripción, RICARDO
NISSEN, “Ley de Sociedades
Comerciales”, Editorial
Abaco, 2ª edición, 1994, Tomo 4, págs 157-167, con cita de HALPERIN, ZAVALA
RODRÍGUEZ, FARINA, RICHARD y ESCUTI-ROMERO.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)